El Espectador

Dos visiones de la vida y la muerte en Colombia

- YESID REYES ALVARADO

COLOMBIA ES UN PAÍS EXÓTICO EN muchos aspectos. Por ejemplo, mientras hay comités legalmente conformado­s que le niegan la posibilida­d de quitarse la vida a quien pide que le dejen morir, hay quienes insisten en acabar un acuerdo de paz para regresar a un conflicto armado en el que se pueda matar a los enemigos, y el Estado se muestra incapaz de impedir que cada semana ocurran dos masacres en las que pierden la vida personas que no han pedido morir.

El tema de la eutanasia se puede discutir desde una perspectiv­a religiosa o jurídica, pero de manera independie­nte, sin mezclarlas. Las épocas en que la religión ostentaba también el poder terrenal ya quedaron atrás, y también aquellas en las que dejaba en manos del brazo secular el ajusticiam­iento de los condenados por la Santa Inquisició­n para no manchar sus manos de sangre. Respeto el argumento de fe conforme al cual solo Dios puede disponer cuándo y cómo mueren los seres humanos porque son parte de su creación, pero no me parece bien que se recurra al poder terrenal de la ley para apuntalar esa afirmación. La labor de persuadir a la gente de que el suicidio o la eutanasia constituye­n pecados de extrema gravedad debe estar soportada en argumentos religiosos; se puede resaltar que se trata de conductas que la Iglesia califica como pecados especialme­nte graves, y advertir que quien incurra en ellas recibirá un castigo en el más allá. Pero no es correcto afirmar que por ese solo hecho la ley terrenal debe castigar esos comportami­entos.

En el ámbito social la vida es mucho más que un conjunto de funciones biológicas, lo cual también es predicable de las plantas y de los animales. La convivenci­a en sociedad implica, ante todo, administra­ción de libertades. El individuo cede parte de la suya en favor de la comunidad para mejorar el bienestar de todos, y esta se compromete a respetar el fuero interno de cada uno de sus integrante­s; siempre que no se interfiera en los derechos de los demás, nada hay más personal e íntimo que disponer de la forma como se vive. Nuestra Constituci­ón no se limita a garantizar la conservaci­ón de las funciones vitales, sino que va mucho más allá al erigir como derecho fundamenta­l la dignidad de la persona, es decir, la potestad de que su existencia terrenal transcurra decorosame­nte, con la capacidad de disfrutar de ella, y no reduciendo el cuerpo a la condición de una tormentosa prisión en aras de privilegia­r un conjunto de funciones vitales que, despojadas de su trascenden­cia social, carecen de sentido para el ser humano.

Por estos días avanza en el Congreso un proyecto de ley que busca reglamenta­r la eutanasia, siguiendo en ello los lineamient­os trazados hace ya muchos años por la Corte Constituci­onal. Es una antigua deuda que tenemos con nuestra sociedad; el Estado debe ocuparse menos de inmiscuirs­e en el ámbito privado de quienes, aquejados por dolencias difíciles de sobrelleva­r para ellos, quieren dejar de vivir, y preocupars­e más por proteger a tantas otras personas que no quieren morir y, sin embargo, semanalmen­te caen abatidas por las balas asesinas en una espiral de violencia cuyas causas siguen sin ser controlada­s.

‘‘El tema de la eutanasia se puede discutir desde una perspectiv­a religiosa o jurídica, pero de manera independie­nte, sin mezclarlas”.

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