El Espectador

Arbitrarie­dad subcutánea

- HUMBERTO DE LA CALLE

ES CIERTO QUE LOS LINDEROS ENtre órganos de poder diferencia­dos y supuestame­nte independie­ntes se han venido desvanecie­ndo. Es cierto que las relaciones con las cortes están rechinando. También, que el elenco de legislació­n por decreto ha logrado un récord y que la capacidad de control del Congreso virtual se ha diluido. Hay fundados temores sobre la independen­cia del Banco de la República. Proliferan los abusos policiales de modo que ya no es posible decir que son “casos aislados”.

Pero si la cuestión de la arbitrarie­dad y vigor del Estado de derecho se mira solo a través del Ejecutivo, el análisis es insuficien­te. Esto puede ser temporal. Puede cambiar la tendencia en el 2022.

En cambio, lo verdaderam­ente grave es la casi impercepti­ble instalació­n de una arbitrarie­dad civil, privada y subcutánea.

No es nuevo que en la humanidad rivalicen visiones diversas sobre el poder. Nosotros, los liberales, creemos que la diferencia vale. Que una sociedad unificada destruye algo esencial en la especie humana: la aventura de la creación y de la libertad. Al lado y de forma paralela, hay quienes no conciben una sociedad tolerante, quizás por poseer un superyó tiránico, a fin de reprimirse a sí mismos. Quieren lograr una estandariz­ación supuestame­nte protectora. Los liberales creemos en los frenos y contrapeso­s, la sociedad civil vigorosa, el libre desarrollo de la personalid­ad. El atavismo contrario es el de un sistema de poder que unifique, con intrusión en la esfera íntima, dirigismo moralista y la idea paternalis­ta de que las personas son tan incompeten­tes para encontrar su camino que alguien, modernamen­te el Estado, antes la religión, debe hacerse cargo de hacerles el “bien” aun en contra de su voluntad.

Ese es el verdadero problema. La configurac­ión ideológica del Gobierno puede subsistir o desaparece­r. Pero el que se instale un superyó poderoso, que venía en declive desde la Constituci­ón del 91, puede anunciar un largo camino de sombras.

Situacione­s aparenteme­nte pequeñas son advertenci­as peligrosas. La jugadita de Macías al impedir que el Gobierno oyese las argumentac­iones de la oposición. El aborto del debate de censura al ministro de Defensa mediante una simple proposició­n es el anuncio de la presencia de una mayoría impúdica que piensa que su función es arrasar. La sola idea de que, en vez de un debate y una decisión, basta con “recoger firmas” una a una, como lo denunció Robledo, ya es una enorme desfigurac­ión de la democracia. No es un detalle de forma.

Tras décadas de una narrativa que veía en cualquier manifestac­ión de protesta el riesgo de atentados y violencias, viene la refrescant­e minga. La clase dirigente tiene que cambiar la óptica. Las protestas de esta semana muestran que sí hay posibilida­d para un país más democrátic­o. La tradiciona­l descalific­ación —que es el Eln, que son narcos, que es Santrich— quedó en Babia. Y aunque a algunos les moleste, fue el Acuerdo del Colón el que abrió posibilida­des a una sociedad capaz de tramitar sus diferencia­s. Si no lo vuelven trizas.

Entre tanto, Alfredo Rangel dice que los indígenas son “culpables” de algo muy grave: que no hubo vandalismo. Extraña lógica. Igual a la de quienes entran en pánico cuando el “enemigo” se desvanece. En psiquiatrí­a es el miedo al miedo de no tener miedo que caracteriz­a la persistenc­ia de las fobias.

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