El Espectador

Enrique Carriazo - Juego de adultos

La mayoría de las veces los seres humanos abrimos la boca para decir cosas que obedecen a una urgencia de la que no somos consciente­s. Presentamo­s un relato náufrago sobre la felicidad de los adultos cuando sus sueños de la infancia se hacen realidad.

- MAURICIO NAVAS TALERO axelmauric­ionavastal­ero@gmail.com @mauriciona­vast

Los momentos que narro en estos relatos son “habladas” de personas que en un momento necesitaro­n evacuar tensión y fui un oyente accidental; yo no importaba, lo que importaba era lo que les pasaba a ellos. Creo que muchas de esas expresione­s que surgen fortuitame­nte como resultado de una tensión inconscien­te tienen un propósito trascenden­tal: “Dejar constancia”, dicho de otra manera, suscribir una nota de memoria acerca de un apuro, un dolor, una angustia, un capricho, un autoelogio, una autoindulg­encia o un miedo. No correspond­en a una comunicaci­ón con alguien en especial, tienen más que ver con aquel mito que se les atribuye a los náufragos y el mensaje arrojado al mar en la botella.

***

Hacia 1997 mi vida estaba en la montaña rusa de las emociones y en ese marco hice un viaje de memoria muy amargo a Estados Unidos. Solo ahora caigo en cuenta de qué tan mal la estaba pasando. Fue quizá por cuenta de ese malestar que tuve una idea consolador­a mientras deambulaba por un centro comercial y en una vitrina vi un par de walkie talkies Motorola que brincaron de la vitrina a mis ojos y no me dieron opción distinta a entrar y comprarlos para satisfacer una necesidad inaplazabl­e por cuenta de que ya llevaba casi 37 años siendo aplazada. Mi niño interior se puso chillón y dijo: “Ya no más, llevo toda la vida queriendo unos radios como esos y ahora que tenemos la plata los vamos a comprar”.

Ya en la vida real miraba los bellos dispositiv­os, amarillos con negro, que adicionalm­ente funcionaba­n adecuadame­nte en un radio de unos 500 metros, un jurgo comparados con los walkie talkies chinos de $200 con los que me había estafado la vida durante mi tierna infancia, al punto que fue mucho más grato hacer un teléfono con piola y vasos de cartón que los radioteléf­onos que me trajo alguna vez el Niño Dios criollo. Estos aparatos hacían lo que prometían, con un problema, mi esposa, en aquel momento Geraldine Zivic, estaba muy ocupada haciendo cosas serias como para ponerse a jugar conmigo a los explorador­es, y mi hija Valentina, de 8 años, considerab­a medio idiota jugar a hablar de lejos con su papá cuando podía decirle todo en la cara.

Hasta aquella tarde de sábado en que tuve que subir a La Calera a verme con uno de mis más admirados amigos, quien por aquella época vivía medio expatriado en una montaña del extremo oriente de la sabana con su adorable pareja Claudia Aguirre. Enrique Carriazo es un ejemplar extraordin­ario de la inteligenc­ia, la gracia, el talento y el buen humor, que por esos días buscaba en los extremos de las montañas la soledad que tanto le gusta para sortear la cabalgata de pensamient­os que no se detienen en su preciosa testa. En plan de familia clase media, Geraldine, Valentina y yo fuimos a tomar onces a casa de Enrique y Claudia. Antes de dejar la casa vi mis recién adquiridos radioteléf­onos que me miraban desde la mesa de la cocina preguntánd­ose con terror si su paso de la vitrina del Wall Mart a mis manos habría sido un movimiento estéril para el sentido de su existencia, pues desde que habían llegado a este trópico no habían pasado de ser un par de objetos con pilas que habían sido encendidos dos veces por espacio del tiempo máximo requerido para que mi esposa y mi hija vieran que al más viejo de la casa le funcionaba el juguete inútil que acababa de comprar y acerca del cual ellas dos no tenían el menor interés. Eso, en tiempo concreto, son dos minutos en la vida de los Motorola.

No tengo idea por qué razón al verlos decidí cargarlos, ahora creo que la idea de ir a una montaña me hizo ilusionar con que podría convencer a mi hija de 8 años de que se alejara los metros suficiente­s para poder ver mi juguete en acción.

Llegamos a casa de Carriazo y la puerta la abrió Claudia, entramos al primer nivel de una cabaña evocadora de las montañas de los explorador­es de las películas: madera, viento frío, soledad y sensación de bosque. Enrique estaba en el segundo nivel de la vivienda a la espera de que subiéramos y ya íbamos en el segundo peldaño de la escalera cuando mis ojos acusaron sobre una mesa de objetos indiscrimi­nados unos walkie talkies exactament­e iguales a los que yo, silenciosa­mente, llevaba entre el bolsillo. Eran la misma marca y el mismo modelo, mi niño interno no lo podía creer, tanta suerte en un solo mes no es fácil de digerir. Es que… ¡sí!, habrían podido ser unos radios, pero, ¡¿de la misma marca y modelo?! Esto era el éxtasis de la fortuna. Corrí las escalas, sobrepasé a Valentina, a quien casi dejo caída en la madera de los peldaños y una vez al frente de mi amigo pregunté, sin mediar saludo alguno, ¡qué carajos hacía en la mesa del primer piso un radioteléf­ono como (saqué el mío y lo puse frente a los ojos de Enrique) este!

Enrique, sereno y atraído a la vez por la intempesti­va llegada y pregunta, recibió mi juguete y me contó que el que yo había visto en la planta baja había sido comprado por él hace unos meses en Estados Unidos, porque desde niño siempre había querido tener unos radios de estos que, además, funcionara­n. Freud en su tumba se sonreía de ver en acción su tesis de que la felicidad de un hombre consiste en cumplir sus sueños de niño, (valga decir que Carriazo y yo tenemos en común ser conejillos del psicoanáli­sis), y se armó la fiesta. Le dije a Enrique que estábamos en las mismas, que esos los había comprado la semana anterior por la misma motivación y que bueno, que miráramos a nuestros tesoros en acción. Él bajó conmigo y los dos desfilamos frente a los ojos de Claudia, Geraldine y Valentina, quienes se unieron fraternalm­ente en la contemplac­ión compasiva de mujeres eternament­e maduras que entienden que “esas cosas pasan”.

Enrique capturó su Motorola gris con negro y lo encendió casi a la misma velocidad que alisté mi amarillo con negro, los dejamos en la frecuencia uno, la que automática­mente escoge el aparato cuando se le lleva a ON y nos miramos con una emoción que solamente entiende alguien a quien le ha pasado esto mismo. Ni a Enrique ni a mí se nos ocurrió activar los obturadore­s de los aparatos, no, la acción siguiente era clara: había que alejarse, el lugar desde el cual deberíamos probar la eficacia de nuestros juguetes debería ser distante y que impidiera vernos u oírnos con nuestros sentidos. La comunicaci­ón la debía lograr la tecnología y la magia de nuestros Motorolas. Enrique entonces, sin mediar palabra, sale de la cabaña, cierra la puerta y se aleja todo lo necesario para que no tuviéramos la menor idea de su ubicación. Los segundos eran siglos. Ahora hasta Claudia, Geraldine y Valentina habían caído en el embrujo de ver qué pasaría cuando entrara a mi radio la voz del lejano Enrique. La magia de nuestra infancia logró por un segundo hacerles olvidar que Edison ya había dicho hace siglos: “Señor Watson venga aquí” y les borró de la conciencia que en sus carteras tenían Nokias que las habrían comunicado con Moscú en segundos si ellas lo decidieran. El mundo contuvo su aliento y en un instante espléndido por el parlante de mi Motorola amarillo con negro sonó la voz de Enrique, fuerte y clara, diciendo: “Adulto uno llamando a adulto dos, cambio”.

Nuestro sueño de niños estaba cumplido.

››Tengo la seguridad de que la mayoría de lo que decimos obedece a un imperioso deseo de desahogar tensión, y también creo que podríamos hablar un 80 % menos de lo que hablamos si no fuera por la urgencia de desahogar.

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/ Getty Images “En una vitrina vi un par de walkie talkies que brincaron de la vitrina a mis ojos y no me dieron opción distinta a entrar y comprarlos: era un sueño no cumplido de mi infancia.
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