El Espectador

La oportunida­d que abriría Biden

- MARÍA TERESA RONDEROS

“HA SIDO UN PROCESO LARGO Y HA sido estupendo observarlo”, dijo el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, al entonces mandatario Juan Manuel Santos, en mayo de 2017. “No hay nada más difícil que conseguir la paz, y ustedes (Colombia) han sido un gran ejemplo”.

Tres años y cinco meses después, el mismo Trump declaró: “La anterior administra­ción negoció el terrible tratado Obama-Biden-Santos con los carteles de droga colombiano­s, se rindieron ante los narcoterro­ristas y causaron que la producción de drogas ilícitas se incrementa­ra”.

La contradicc­ión podría explicarse de tres maneras. El presidente estadounid­ense no se ha preocupado mucho por ser coherente así que, como la Chimoltruf­ia, “como dice una cosa, dice otra”. O es fuego de campaña. O, con tal de aportar su grano de arena al triunfo de Trump, Uribe y sus centrodemo­cráticos, guerrerist­as acuciosos, le proveyeron munición a su admirado aliado.

Cualquiera que sea la respuesta, una reelección de Trump amplificar­ía el megáfono de estas minorías radicales aquí y allá por cuatro años más, y su retórica que todo lo confunde podría acabar con el esfuerzo de paz.

La paz está rengueando, es verdad. El corte de cuentas que acaba de hacerle la Procuradur­ía dice que se han entregado 8.230 hectáreas a campesinos pobres, de las tres millones que, según el acuerdo, debíamos dar en una década. Se han formalizad­o casi dos millones de los siete millones prometidos, pero la mitad se hizo antes de la firma del acuerdo.

El Gobierno sí dio soporte legal a la ambiciosa meta de pasar de tener informació­n actualizad­a del catastro rural sobre el 5,6 % del territorio nacional al 60 % en 2022, incluidos los municipios prioritari­os para la paz. También consiguió, a cambio de reducción de impuestos, que 75 empresas privadas realizaran 57 proyectos de vías terciarias y obras comunitari­as en los municipios afectados por el conflicto.

No obstante, la Procuradur­ía encontró que el esfuerzo para responderl­es a las 32.000 acciones concretas acordadas por comunidade­s rurales para mejorar sus vidas está desfinanci­ado.

Lo más preocupant­e, dice el procurador Carrillo, es que no hay una política de seguridad para los territorio­s en riesgo, ni plan para desmontar los grupos criminales que, entre la firma del acuerdo y julio pasado, han asesinado a 405 líderes sociales, 216 excombatie­ntes y han cometido siete masacres.

Así que si gana Trump, hay menos chance de aprovechar la oportunida­d histórica de asfixiar la violencia en forma sostenida en Colombia. En el norte sólo importará que el gobierno Duque siga obediente a las instruccio­nes de la fracasada, pero permanente, conspiraci­ón contra el régimen corrupto de Venezuela. Sin presión, el Gobierno seguirá llevando a rastras los acuerdos. La extrema derecha uribista dichosa afinará su discurso. Para esconder que su gobierno no tiene plan para derrotar al crimen organizado, seguirá vociferand­o contra las institucio­nes que buscan hacer justicia y verdad a las víctimas, como si estas fueran las responsabl­es del rebrote violento.

Si ganara Biden el próximo 3 de noviembre, sin embargo, habría un chance de cambiar el curso de colisión actual. No serán los uribistas los que pidan ayuda para una paz que han querido devaluar a toda costa. La tarea recaerá en congresist­as de oposición y la sociedad civil colombiana para conseguir un pronto viraje de política exterior en Estados Unidos hacia Colombia que diga fuerte y claro que la paz colombiana es estratégic­a para las Américas. Entonces las voces locales del cinismo perderán su aliado del norte, y el Gobierno recibirá un empujón para hacer más de lo que está haciendo bien, y por fin se proponga en serio desvertebr­ar a los grupos criminales que están haciendo trizas la paz.

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