El Espectador

La frase que nunca existió

- EL CAMINANTE FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

¿Los escritores deben posicionar­se y tener opiniones públicas?

Pienso que sí, pero en escenarios como las columnas de opinión de los periódicos. Es una mirada importante, porque es una mirada desde el arte y desde la literatura.

¿Qué análisis tiene frente al campo literario que se ha abierto en talleres de escritura y pregrados o posgrados en escritura creativa?

Son importante­s para profundiza­r la relación de las personas con la lectura y con la escritura. Incluso para redescubri­r vocaciones. Lo que no podemos creer es que a partir de estos escenarios vayamos a tener escritores. Un asunto que a mí me parece fundamenta­l es la vocación y la disciplina, pues no basta solo con el talento. Si fuera un asunto solo de talleres, todos podríamos llegar a ser escritores. Por supuesto no sé cuál es la manera de escribir, pero cuando escribes intentas escribir porque sientes la necesidad de escribir, la pulsión de escribir.

Por muchos años creí que una frase que acabó por determinar muchas cosas en mi vida estaba entre las páginas de Los hermanos Karamazov. Sin embargo, hace poco acabé de leer la edición que había leído antes, ya bastante descascara­da y amarillent­a, y no la encontré. Es más, inmerso en aquel tiempo y en aquellos personajes, en la profunda psicología de Dostoievsk­i, en la dignidad de Iván Karamazov y en el idealismo de su hermano Aliocha, se me pasaron muchos de los días de este año, como si no hubieran transcurri­do. Leí a los Karamazov como si jamás los hubiera leído, y me convencí de que si los vuelvo a leer, encontraré de nuevo miles de cosas, frases, hechos, descripcio­nes, personas, rutinas y pasajes nuevos, y seguro otra vez me sorprender­é y sonreiré al constatar que aquella frase que tanto me marcó nunca estuvo ahí.

La cité en decenas de conversaci­ones. La escribí a mano en otras tantas ocasiones. La hice a mi manera y la volví mía, y luego la deshice para volverla a armar, y por aquellas ocho palabras que me inventé, concluí que la seguridad mataba, que concretar algo era empezar a morir, que era preferible ansiar toda la vida un beso, a besar y caer en esa especie de vacío que nos deja el cumplir un sueño. Por aquellas ocho palabras, “nunca le digas a una mujer te amo”, me mordí los labios algunas de las veces que una mujer me preguntó si la amaba, y preferí callar, a responderl­e que sí. Preferí el silencio, y después, soportar el drama, el lamento y la recriminac­ión, pues más allá de que Dostoievsk­i me hubiera convencido de su teoría en voz de uno de sus personajes, y de que por él considerar­a que lo escrito era lo que quedaba y era la verdad, debía serle leal.

Consciente o inconscien­temente he tratado de serle leal durante muchos años a Dostoievsk­i, sobre todo, para escribir y no dejar de escribir todos los días, aunque hayan sido dos líneas cada 24 horas, y cuando me sentí incapaz, recordé parte de su vida, de su condena a muerte, de su indulto a última hora y su destierro a Siberia, y volví a garabatear oraciones, casi todas absurdas e inconexas. Alguna vez, para tomar ritmo, comencé alguna hoja con la frase que nunca existió, y desde ahí desgrané teorías, conclusion­es, ideas, figuras. Desde aquella frase que nunca existió, y que confundí con “no le pidas perdón jamás a una mujer”, construí un camino a medias y sin final, en el que el fracaso es mucho más valioso que el éxito.

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