El Espectador

Elogio de un conservado­r

- HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

ASÍ COMO HAY CURAS —UNOS POCOS curas— que me reconcilia­n con la Iglesia Católica, y entre ellos, en estos días, nada menos que el papa, también ha habido entre los conservado­res de mi tierra (para mí, que vengo de una familia de liberales) algunos representa­ntes de esa ideología que me permiten entender y admirar ciertos valores del credo conservado­r. Uno de ellos fue el cálido y culto presidente Belisario Betancur. Otro es el protagonis­ta de este artículo, un maestro, un lector, un rector y un jardinero: Juan Luis Mejía Arango.

Si mi memoria no fuera tan mala les podría decir cuándo y cómo conocí al “Mono Mejía”, el rector de la Universida­d Eafit que se retira en diciembre. Como ese momento se me pierde en las brumas del tiempo, puedo empezar por contarles, en cambio, una iluminació­n que tuve con una lectura, la cual me ayudó a entender cuáles son los conservado­res detestable­s y cuáles los admirables.

El típico godo que no soporto es una especie de fanático amargo y amargado que todo el tiempo juzga a los demás, y en ellos ve signos de corrupción, pecado, mezquindad y maldades incorregib­les. Ese típico godo pertenece al género de los que en el viejo Caldas se llaman “azucenos”. Son más blancos y de mejor familia que los nobles de España y no hay en su sangre mancha de herejes, moriscos o conversos. Creen en la autoridad sobre todas las cosas y en el hecho para ellos incontrove­rtible de que en esta vida unos nacieron para mandar y otros para ser mandados. El típico azuceno es, por ejemplo, Fernando Londoño Hoyos, el godo insufrible que, por ser un hombre superior y dueño de la verdad, tiene incluso derecho a robar y, al mismo tiempo, a conservar la fama de íntegro y honorable.

Un conservado­r como Juan Luis, o como lo eran Belisario y Nicanor Restrepo Santamaría, tienen en cambio un espíritu tolerante, jovial, y un interés ético y estético por conservar aquello que sea, al mismo tiempo, benéfico y bello. Su inclinació­n a conservar se manifiesta como cautela ante el cambio por el cambio, y la convicción de que para crear algo bueno, más que revolcones violentos, se necesitan esfuerzo y tiempo. Las cosas bien hechas se hacen despacio, con orden y pulcritud. Es posible cambiar, pero procurando que el cambio no traiga más males que bienes. Y lo que orienta la transforma­ción o la conservaci­ón son un hondo sentido estético que da pistas sobre lo ético. La belleza, el sentido del gusto, la cortesía y la afabilidad son los caminos suaves para sacar lo mejor de los demás.

Después de 16 años al frente de Eafit puede decirse que Juan Luis Mejía entrega una universida­d extraordin­aria, la primera privada de Medellín (aunque privada que invierte todas sus ganancias en ella misma, sin entregarla­s a ningún dueño real o hipotético), y la segunda del departamen­to, después de la Universida­d de Antioquia. Eafit ya no es una escuela técnica y financiera para “administra­ción de herencias”, como se decía antes, sino una universida­d que tiene en su centro la cultura en un sentido pleno. Música, literatura, ciencias, humanidade­s, ecología. Juan Luis no ha sido un gerente (aunque sí un administra­dor austero y responsabl­e) sino un humanista, un espíritu conciliado­r y de cultura que a nadie quiso imponer su credo o sus conviccion­es más íntimas, sino que siempre respetó a los profesores y a los estudiante­s, y los acompañó con el ejemplo, la afabilidad, y lo más obvio en un gran educador: la buena educación.

Mencioné antes su sentido estético como guía. Esto ha sido central en su forma de ser, que se manifiesta en algo que dije de paso: Mejía se define, ante todo, como un jardinero. Y cualquiera que vaya al campus de Eafit y vea sus árboles, sus rosas, sus orquídeas, entenderá que una universida­d jardín no es un adorno, sino algo que dispone la mente al pensamient­o, a la contemplac­ión, a la belleza, y por ahí derecho, a la bondad. Difícil pedirle más a este gran conservado­r de lo mejor e innovador de lo bueno.

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