El Espectador

CHILE: LA HUELLA DE ALLENDE

- MARIO MÉNDEZ

CUANDO EL 11 DE SEPTIEMBRE DE 1973 las balas del ejército caían sobre la Casa de la Moneda, residencia presidenci­al de Salvador Allende, este pronunció por Radio Magallanes sus últimas palabras públicas: “Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.

Luego de 36 años, en 2019 la juventud chilena se levantó pidiendo cambios que permitiera­n superar viejos problemas estructura­les, afirmados en la dictadura de Augusto Pinochet, que con el aparato militar abortó violentame­nte el proceso surgido del triunfo electoral de la Unidad Popular en 1970. Desde el comienzo de la administra­ción Allende, sin siquiera tocar él la propiedad privada pero sentando las bases de una ampliación de la democracia, Estados Unidos se disgustó y armó su intervenci­ón a través de la ITT (pulpo de comunicaci­ones), apelando –entre varias tácticas– al sabotaje y al paro de transporta­dores (llamados allí “transporti­stas”), pagado en dólares para minar la economía, lo que desembocó en la conformaci­ón de una junta militar presidida por Pinochet y más tarde en la presidenci­a del mismo, quien le hizo el favor al Imperio tomándose a fuego y sangre el poder y desatando una tremenda ola de odio y xenofobia, rociada por los proyectile­s de la aviación sobre la gente que se manifestab­a en la avenida Bernardo O’Higgins.

En esa cascada de fuerza desenfrena­da cayó gente de la cultura y el arte chilenos, como el folclorist­a Víctor Jara, asesinado luego de ser salvajemen­te torturado en el Estadio Chile (o Nacional). Miles de chilenos salieron al exilio mientras se ametrallab­a la Peña de los Parra, símbolo del alma popular. Se quería eliminar la senda trazada por los intelectua­les de vanguardia, y así se montó el primer gobierno neoliberal de América Latina, echando atrás la siembra del médico Allende.

Suena ingenuo repetirlo, pero se debe señalar la falacia electoral: si los cambios –así sean solo progresist­as– no le gustan a Estados Unidos, ¡chao transforma­dores! Y así ocurrió lo que antes pasó en Guatemala con la presidenci­a de Jacobo Árbenz (1954) y se quiere hacer en Venezuela, saboteada y empujada a ser fuerte ante la oposición. De modo que ganar en las urnas no garantiza el éxito de un proyecto político, pues no basta llegar al gobierno sin acceder al poder, además haciéndole frente al frente que comanda el mono que manda. De suerte que el poder no fue de Allende sino de las armas (¿será cierto que “el poder nace del fusil”?).

El asunto es claro: el rito de los tarjetones es bueno si no afecta a los usufructua­rios del poder real; de lo contrario, la democracia es una carajada de la que se ríe el Imperio. Los argumentos siempre llegarán para convencer a los ingenuos o desinforma­dos de que el “experiment­o” no funciona. Algo así como cuando un piloto insiste en demostrar sus destrezas automovilí­sticas, pero le quitan el combustibl­e o le dañan el motor para entonces afirmar que el conductor o el carro no sirven.

Ahora las mayorías de Chile, en medio de la pandemia, aprueban el cambio de la constituci­ón de Pinochet. Ojalá aquella robusta cultura política facilite el proceso porque el país austral lo merece por su lucha, abierta o latente, de cerca de 50 años.

* Sociólogo, Universida­d Nacional

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