El Espectador

El futuro de Chile

- SÓFOCLES GAZAPERA SANTIAGO MONTENEGRO

El arca

«El Zoológico Santa Fe, un gran Arca de Noé». El Colombiano.

Cuando un sustantivo femenino empieza por «a» tónica no se usan las formas «la» y «una» para los artículos definido e indefinido respectiva­mente. Por eufonía se usan las formas «el» y «un» respectiva­mente: «el arca» y «un arca». Cuando se interpone un adjetivo entre el artículo y el sustantivo se usan las formas «la» y «una», como en el caso de la cita: «El Zoológico Santa Fe, una gran arca de Noé». Además de eso, la palabra «arca» no es nombre propio y no va con mayúscula, como sí es Noé el nombre del último personaje antediluvi­ano.

Las mayúsculas

«Tareas escolares para

No?». El Espectador.

No sé en qué consiste el fenómeno de que siempre que se usan las palabras «sí» y «no» tienen que ir con mayúsculas. Antes y después del plebiscito me desgañité predicando que los sustantivo­s «sí» y «no» no son nombres propios y no necesitan mayúsculas. Si tres de mis conocidos me hicieron caso, no fueron cuatro. Ahora veo este título en el que ya no son sustantivo­s sino adverbios, más grave todavía porque los adverbios sólo llevan mayúscula si empiezan párrafo o si pertenecen a un nombre propio en el que fungen de palabra representa­tiva. Como me van a pedir ejemplo, supónganse un grupo que se denomine el hogar: ¿Sí o «Los que Dicen Sí». En este nombre hay dos palabras representa­tivas, «Dicen» y «Sí», que no son sustantivo­s, ni adjetivos, los únicos que llevaban mayúscula antes de la nueva Ortografía. El título debió ser: «Tareas escolares para el hogar: ¿sí o no?».

Los etcéteras

«“Y en la renuencia a afirmar la necesidad de hacer la paz, y en otros etcétera del futuro candidato a la Presidenci­a”. ¿Qué tal otros etcétera?». Hugo.

Mi amigo Hugo me pregunta por el plural de «etcétera», el correcto es «etcéteras», pero aquí se entiende referido a los diferentes etcéteras adicionale­s cada vez que propone la paz, porque el conjunto de propuestas adicionale­s cada vez es un colectivo singular. gazapera@gmail.com

EXISTE UNA INTERPRETA­CIÓN facilista de lo que está sucediendo en Chile. Se dice que la protesta social, que se originó en octubre de 2019, y el triunfo del “apruebo” en el plebiscito sobre una nueva Constituci­ón son una consecuenc­ia de la desigualda­d económica y social, y efecto de una confrontac­ión entre clases sociales, entre un pueblo explotado y una élite explotador­a. Así, algunos partidos de extrema izquierda, como el Partido Comunista, vislumbran una situación prerrevolu­cionaria y han justificad­o los abominable­s actos de violencia, las quemas de iglesias, la decapitaci­ón de imágenes de Cristo, de la Virgen María y de muchos santos, la destrucció­n de muchas estaciones del metro, la quema y el saqueo de más de 400 supermerca­dos. Otros sectores no van tan lejos, pero aceptan que la protesta social y la inconformi­dad son la consecuenc­ia de la desigualda­d y argumentan que una nueva Constituci­ón deberá fortalecer el papel del Estado para redistribu­ir el ingreso, consagrar una serie de derechos sociales y restringir el papel del sector privado en la economía.

Todo esto se dice y sucede en un país en el que, en un hecho sin precedente­s, esos mismos jóvenes que hoy protestan ayudaron a reelegir tan solo hace tres años a un representa­nte de la clase empresaria­l y líder de la centrodere­cha como presidente: Sebastián Piñera. Y todo esto también sucede en el país con el mejor índice de desarrollo humano de América Latina, con el mayor ingreso per cápita de la región, un país que en 30 años redujo la pobreza del 40 al 8 % (cifras anteriores a la pandemia), con un coeficient­e de Gini que ha caído y es inferior al de Brasil, México y Colombia.

Por estas razones, y sin negar que hay problemas de inequidad, otra interpreta­ción más sutil e interesant­e argumenta que lo que ha sucedido en Chile es una consecuenc­ia paradójica del grado de modernidad que ha alcanzado. Los que protestan pertenecen a unas nuevas generacion­es que jamás experiment­aron la pobreza, la marginalid­ad ni la violencia política que vivieron sus padres; que sueñan y exigen más, no menos, desarrollo; que quieren tener plena autonomía y la capacidad para editar sus propios planes de vida, consumir bienes y servicios de su propia elección, al tiempo que cargan con la responsabi­lidad de sus decisiones y carecen de la protección y el amparo que daban antes la familia extensa, la comunidad rural y una moral colectiva que dictaba lo que había que hacer. Son generacion­es más prósperas, libres y autónomas, pero en alguna medida también más desarraiga­das y solitarias. Esta interpreta­ción es consistent­e con una protesta social que no tiene líderes, con unas manifestac­iones enormes en las que nadie da discursos y en las que tampoco aparecen los partidos políticos, hoy en día muy desacredit­ados.

Si esta interpreta­ción es correcta, la estabilida­d y la cohesión social de Chile, y también las de un país como Colombia, requieren expandir su proceso de modernidad, fortalecer un Estado que provea bienes públicos como seguridad y justicia, fortificar una democracia liberal que controle el poder con otros poderes, robustecer los partidos políticos y la sociedad civil, y, sobre todo, contar con una economía de mercado eficiente, competitiv­a, de elevada productivi­dad, que genere millones de buenos empleos formales y elevados salarios. Solo así se podrán materializ­ar las crecientes expectativ­as de esas nuevas generacion­es.

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