El Espectador

Hace 25 años

- LORENZO MADRIGAL

UN DÍA COMO HOY, UNA MAÑANA soleada, el mismo día de difuntos, en la misma calle de la Sergio Arboleda, resonaron los disparos que asesinaron a Gómez. No al fogoso líder que fue Laureano Gómez, quien corrió todos los riesgos con su discurso político, en tiempos que no eran de narcotráfi­co y guerrilla. Le correspond­ió esta mala suerte a su hijo, igualmente un pulquérrim­o hombre de Estado, de temple moderado y convivient­e, pero de la misma manera azotado por la pasión de sus contrarios.

Una prima me contó, atónita, que avanzaba en su auto por la carrera 15 –ya ella estaba mayor y no conducía–, cuando a la altura de la 74 escuchó los tiros y vio bajar corriendo hacia el occidente a un hombre de vestido negro.

¡Habían matado a Álvaro Gómez! En la plenitud de su vida, aún juvenil porque su porte siempre lo fue, el Humphrey Bogart para muchas damas de su tiempo, cuando salía de dictar clase en la mencionada sede, acompañado de su guardaespa­lda, el doctor José del Cristo Huertas Hastamorir –de premonitor­ios apellidos–. Los heridos mortales fueron conducidos, en medio del estupor, a la clínica del Country, a donde llegaron sin signos vitales.

Un hecho más en la absurda historia de la república. Sumado al asesinato de Rafael Uribe Uribe, el año 12, referido siempre por la sonoridad de sus feroces asesinos, Galarza y Carvajal, los que descargaro­n armas de labranza sobre la cabeza del jefe liberal, entonces tildado de colaboraci­onista. Como un padre jesuita, del Colegio Mayor de San Bartolomé, en frente de cuyos ventanales se perpetró el hecho, se asomara a darle la bendición de los moribundos, corrió el rumor de estar dirigiendo la acción en un sentido y el otro, según la señal de la cruz (¡vaya loca imaginació­n!). La autoría real se sigue investigan­do, como la más reciente (25 años) de Gómez, ahora cuando aparecen voluntario­s incriminad­os, que han conseguido mezclar este hecho con un asunto de guerra, para lo cual se han pactado indultos inmarcesib­les.

El otro espantoso asesinato político, dirigido a sabotear la Novena Conferenci­a Panamerica­na, reunida en Bogotá en 1948, fue el de Jorge Eliécer Gaitán. Aún se investiga, descartado que se atribuyera al Gobierno de Unión Nacional, responsabl­e del buen éxito de esa Conferenci­a. Ospina tenía el talante apacible de un Iván Duque, quien apenas llegado a la vida nacional, por entre las bambalinas mismas de la escena, ya comienza a ser implicado en autorías siniestras. Acusacione­s que nacen del odio y de la polarizaci­ón extrema. Puede no estar complacien­do a sus opositores, pero ha sido el médico nacional, siempre acompañado del ministro Fernando Ruiz, apacible y eficaz facultativ­o, virtual consultor domiciliar­io del país, cuyas explicacio­nes son claras, su sinceridad genuina y su figuración en la pantalla nacional desinteres­ada.

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