Desafueros verbales
CIERTOS “PERSONAJES” CONSIDERAN que tienen una patente de corso para atacar, insultar y expresar impunemente su desprecio y odio hacia los demás. Otros, apelando a argumentos falaces y soberbios, buscan desprestigiar a las instituciones cuando estas no actúan de acuerdo con sus intereses. Algunos, llevados por el afán de protagonismo o por los problemas que enfrentan y no han podido resolver, no miden las consecuencias ni los efectos de sus expresiones públicas.
Por ejemplo, el presidente de Fedegán, José Félix Lafaurie, subió a su Twitter una foto de los indígenas que venían participando pacíficamente en la minga que se dirigía a Bogotá. En el texto aludió a las botas que llevaban puestas, insinuando la similitud con las de los guerrilleros. Pocos días después publicó un tuit con fotos de Ariel Ávila, subdirector de la ONG Paz y Reconciliación, y alias Uriel, el abatido miembro del Eln, indicando que “hasta se parecen”.
El señor Lafaurie dirige un poderoso e influyente gremio que representa a un sector de los ganaderos del país. Mientras sus afirmaciones ponen en riesgo la vida de quienes son objeto de sus comentarios, truena el silencio de su gremio.
También se han vuelto frecuentes los comentarios públicos del presidente Iván Duque contra las cortes, en especial la Corte Suprema de Justicia y la JEP. Con ello pretende dictarles instrucciones sobre lo que estas deben decidir, a quiénes deben juzgar y qué penas imponerles. Esto no solo es una intromisión en la justicia, sino el desconocimiento de compromisos que el Estado colombiano asumió y que él no puede desconocer. Qué mal ejemplo para los ciudadanos pretender incidir en las decisiones judiciales.
No se queda atrás con sus afirmaciones desatinadas Emilio Archila, consejero presidencial para la Estabilización y la Consolidación, al referirse a la reciente caravana humanitaria al cañón del Micay realizada por indígenas del Cauca como “pura politiquería… para seguir dividiendo a los colombianos”. ¿En qué se basa para hacer esta afirmación? Frases como esta difícilmente contribuyen a su misión, que es precisamente la estabilización.
A propósito de politiquería y de política, se ha puesto de moda en el lenguaje y en las actuaciones gubernamentales descalificar las movilizaciones y la protesta ciudadana porque son “políticas”. ¿Habrá algo más político que una marcha indígena recorriendo el país para exigirle al Gobierno que se les respete la vida y solicitarle al presidente, quien se supone lo es de todos los colombianos, que los escuche? Claro que es político, precisamente por eso no se puede desconocer su importancia y el jefe de Estado no debería negarse a escucharlos.
Finalmente, hace pocos días la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, tuvo una muy desafortunada salida de tono luego de que un ciudadano fuera asesinado en un bus de Transmilenio. Al decir: “No quiero estigmatizar a los venezolanos, pero…”, dejaba en el aire la sensación de que ellos son los principales responsables de la inseguridad en Bogotá. No solo era innecesaria la alusión a su nacionalidad, sino que le abrió un espacio a la exacerbación de la xenofobia.
Estos pocos ejemplos son una muestra de la intolerancia que estamos viviendo y que con frecuencia, lamentablemente, se origina en quienes ocupan posiciones de poder y tienen influencia en la opinión pública.