El Espectador

Ensayito sobre la soledad

- CARLOS GRANÉS

SIEMPRE ME LLAMÓ LA ATENCIÓN que dos de los libros más importante­s de las letras latinoamer­icanas tuvieran la palabra “soledad” en el título. Cien años de soledad, de García Márquez, que era el laberíntic­o paso por la historia de una familia y casi de un continente, y El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, que también era una historia, ya no de cien sino de más de cuatrocien­tos años de soledad mexicana.

En ambos libros se intuía cierto anhelo continenta­l, cierto deseo de estar solos porque estar solos era ser mayores de edad, libres; pero también acechaba en ellos la orfandad, la amarga sensación de no importarle a nadie, de ser usados, abandonado­s y juzgados por el resto de la humanidad.

La pregunta no era fácil de responder. ¿Queríamos estar solos y pararnos ante el mundo como iguales, como contemporá­neos de los demás seres humanos que asumen libremente su destino? ¿O queríamos seguir sintiendo la compañía de algún tutor benevolent­e o padre cruel a quien señalar por nuestros infortunio­s, a quien reclamarle las consecuenc­ias nocivas de las estructura­s, las dependenci­as, las globalizac­iones, las colonizaci­ones o las opresiones?

Se me ocurre que la intensa actividad revolucion­aria de América Latina pudo ser la consecuenc­ia de no haber querido asumir la soledad. El revolucion­ario nunca se pensó a sí mismo como una persona sola y libre, sino en tránsito a la liberación; nunca ejerció la libertad, se limitó al acto de emancipaci­ón. Por eso sigue liberándos­e de España doscientos años después de las independen­cias, y por eso su proyecto pedagógico estelar no ayudó a fomentar la autonomía individual, sino a hacerle ver a la gente que estaba oprimida. No dice: “estás solo, y eso es un desafío”; dice: “estás mal acompañado, emancípate”.

Para estos revolucion­arios la libertad nunca es vida cotidiana, sólo momento excepciona­l. Ruptura de cadenas, insubordin­aciones populares, nunca una manera de asumir la existencia, de forjar un criterio individual o de desplegar la vida.

Lo curioso es que no sólo los revolucion­arios niegan la soledad, los reaccionar­ios también lo hacen, aunque de manera distinta. Hemos estado permanente­mente acompañado­s, muy mal acompañado­s, dicen, por ideas extranjera­s que se colaron en nuestros textos constituci­onales, en nuestras leyes y en nuestros códigos jurídicos, ideas que nada tienen que ver con nosotros ni con nuestra idiosincra­sia. Así se explica la rebelión latinoamer­icana desde tiempos de Martí. El hombre natural no soporta la tutela del hombre libresco, que lo desconoce, que sabe más de París que de su propia patria, y por eso arma jaleo. Prefiere la soledad anárquica a la mala compañía. Y el reaccionar­io le da la razón: mejor es olvidarnos de lo que han dicho franceses e ingleses y refugiarno­s en nuestra soledad, en nuestra savia nacional. El problema es que rastreando esas ondas telúricas siempre llega a lo mismo: lo nuestro es Bolívar, el Bolívar autocrátic­o, o Juan Manuel Rosas, o sobre todo el Dr. Francia, gente que de verdad creyó en la soledad latinoamer­icana.

Quizás por eso los ciclos latinoamer­icanos nos llevaron de la revolución a la reacción y viceversa. Del revolucion­ario que insiste en que no estamos solos y no somos libres, al dictador que cree que sí lo estamos y que por eso puede hacer lo que le dé la gana.

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