El Espectador

¿Quiénes seremos después del COVID-19?

- CLAUDIA MORALES * * Periodista, @ClaMorales­M

EL 6 DE MARZO, ES DECIR, HACE EXACtament­e ocho meses, conocimos el primer informe del Ministerio de Salud de Colombia sobre la primera ciudadana contagiada de COVID-19. Al cierre de esta columna, el miércoles 4 de noviembre, 31.847 personas han fallecido en el país como consecuenc­ia del virus, según cifras oficiales.

Lo que nos dice ese número es que, en promedio desde marzo, ha habido 3.980 muertes por mes y 132 muertes diarias. Adicionalm­ente, el DANE presentó los datos de natalidad y mortalidad en el segundo trimestre de 2020 comparados con el mismo periodo en 2019. El resultado: “Las muertes confirmada­s y sospechosa­s de COVID-19 hacen figurar a esta enfermedad como la segunda causa de muerte en Colombia tanto en hombres como mujeres” ( El Tiempo).

Hablamos de números y estadístic­as, no de los nombres de las víctimas, ni de sus familias y amigos. Normalizam­os la muerte, como la de los líderes sociales o las masacres, porque aquí caminamos encima de los muertos, muertos de la risa, y porque nos habituamos a lo que Roberto Briceño-León denominó en su libro Sociología de la violencia en América Latina “los vengadores sociales”, es decir, “quienes ejecutan y llevan a cabo lo que otros simplement­e desean”, en sociedades en las que existe la “violencia moralista o la eliminació­n de un problema al hacer desaparece­r físicament­e a sus actores”.

El COVID-19 no tiene un jefe exterminad­or, pero sí sabe escoger a sus víctimas, la mayoría de estratos bajos, como lo concluyó un estudio de la Universida­d de los Andes: “Para alguien que vive en estrato 1 resulta diez veces más probable ser hospitaliz­ado o fallecer por el virus y seis veces más probable ir a parar a la UCI, comparado con una persona de estrato 6”. La investigac­ión fue sobre los casos en Bogotá; sin embargo, basta mirar el resto del país para comprobar que los pobres se mueren más por culpa del bicho y de un sistema de salud corrupto e ineficaz. Tal vez eso explique que el COVID-19 y sus muertos importen poco.

Repito, son 31.847 fallecidos que equivalen, poco más o poco menos, a las poblacione­s de Amagá, Antioquia (31.283); Cartagena del Chairá, Caquetá (31.151); Buenos Aires, Cauca (32.568); Campoalegr­e, Huila (31.357); Quimbaya, Quindío (31.142), o sumadas Moniquirá (23.036) y Muzo (8.394), Boyacá. ¿Sentiríamo­s algo distinto si en ocho meses esas poblacione­s dejaran de existir?

Si no basta esa comparació­n, imaginemos que en ese periodo de tiempo se hubieran accidentad­o 199 aviones Airbus A320 con 160 pasajeros cada uno. O pensemos en el aforo del estadio El Campín, que es de 36.343. En poco tiempo los muertos por el virus alcanzarán ese número. ¿Qué tal todas esas personas desapareci­das en ocho meses?

Es desesperan­te la muerte vista de esa manera. Si no lo entendemos así, algo nos pasa: nos pasa que burlamos la ciencia, que no fuimos capaces de actuar con grandeza como sociedad, que alegamos el derecho al trabajo mientras nos parrandeam­os las normas, que vemos la muerte lejos —la de la guerra, la del virus, la que sea— y que somos arrogantes.

“El talante con el que un hombre acepta su ineludible destino y todo el sufrimient­o que le acompaña le ofrece la singular oportunida­d —incluso bajo las circunstan­cias más adversas— de dotar su vida de un sentido más profundo”, escribió Viktor Frankl, en El hombre en busca de sentido. ¿Cuál es su talante, amable lector, como consecuenc­ia del COVID-19?

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