El Espectador

Hablemos del Premio Nobel de Literatura

- COSTAS EXTRAÑAS J. D. TORRES DUARTE

EL PREMIO NOBEL DE LITERATURA tiene el hábito paradójico de alegrar y decepciona­r al mismo tiempo. El caso de Louise Glück, que lo recibirá en unas semanas, no es una excepción.

Su elección alegra porque da otro paso para reducir la disparidad irracional entre hombres y mujeres (entre 117 premiados, 16 son mujeres: y no, no es porque los hombres escriban más) y además honra a una obra que, según medios especializ­ados, tiene dones peculiares. Sin embargo, su elección decepciona por predecible: otro Nobel para Estados Unidos, otro Nobel que ignora que desde hace eras la cultura literaria está también más allá de los países con más de dos mil años de experienci­a en construir palacios y Levi’s.

A pesar de sus buenas intencione­s y de anunciar que abraza la diversidad, el Premio Nobel sigue siendo el Premio Nobel: un premio que aspira a recorrer el mundo en busca de gemas literarias, pero que apenas escruta con timidez, y sólo de vez en cuando, la periferia de su casa. Eso ocurre, sobre todo, porque el Nobel de Literatura conserva y promociona la idea anticuada de que la literatura, esa diosa caprichosa, tiene preferenci­as geográfica­s y suele estacionar­se con más agrado en Europa y en Estados Unidos.

En los últimos cinco años, por ejemplo, el premio ha recaído en dos autores de Estados Unidos, uno de Reino Unido, una de Polonia y uno de Austria: el criterio se cumple con rigor (asumiendo, por supuesto, que Reino Unido mantenga la costumbre indecorosa de ser parte de Europa). De otro lado, la mayoría de sus ganadores (43 de 117) escriben o escribían en inglés y en francés, y los dos países con más ganadores son Francia (17) y Estados Unidos (13). En esa lista siguen Reino Unido (11), Alemania (10) y, quién lo duda, Suecia (8). Los cuatro países que vienen después son europeos y sólo a mitad de la lista emerge el primer intruso: Chile, con Neruda y Mistral.

De ese criterio no se salva tampoco una parte de Europa. Mientras que España, Italia, Alemania, Reino Unido y Francia están bien premiados, Hungría, Bulgaria, la antigua Checoslova­quia, la antigua Yugoslavia

e Islandia suman, entre todos y con ánimo, cinco premios: no alcanzan a los seis que tiene sola España. Nuestra diosa Literatura no sólo se estaciona con más gusto en Europa, sino sobre todo en Europa occidental.

Es un criterio que se ha vuelto natural. Nadie se sorprende por los dos estadounid­enses que recibieron el premio en los últimos cinco años, ni por los dos franceses que lo recibieron entre 2008 y 2014, ni por los tres ingleses que lo recibieron entre 2005 y 2017, pero sería una sorpresa estruendos­a si dos escritores somalíes o brasileños fueran premiados en lapsos similares. Es popular la reacción de los franceses cuando uno de sus escritores gana el premio: “Ah”, dicen, “otro más. C’est qui?”.

Aunque la Academia Sueca ha buscado reducir su eurocentri­smo, sólo ha dado unos chispazos, como la garganta atorada de un carro que no enciende. Le han entregado el Nobel a 16 escritores de países asiáticos, latinoamer­icanos, africanos y oceánicos (entre ellos Kawabata, Walcott, Soyinka y White): menos que los 17 que Francia sola carga terciados al hombro. Es como si la buena literatura no se tratara de un don común y esparcido en el resto del mundo, como en los casos de Francia y Estados Unidos y Reino Unido, sino de un milagro aislado, una intermiten­cia feliz en culturas que de otro modo no tendrían nada más por mostrar. Y no: cambio 20 Modianos por un Tanizaki.

No se trata de que el Nobel de Literatura se comprometa a tener cuotas, claro (“Mira, Strindberg, este año sí o sí debemos entregarle el premio a Mozambique”). Se trata de que un premio que se jacta de abarcar la faz de la Tierra cumpla en efecto con abarcar la faz de la Tierra.

El desbalance no es sólo culpa de los pobres miembros permanente­s del comité, que seguro, porque apenas son seres humanos con un trabajo de ocho horas diarias, no conocen todas las lenguas del globo para apreciar la literatura mundial. En el desequilib­rio también interviene­n la escasez de traduccion­es, la falta de crítica literaria y la dificultad de armar empresas editoriale­s y culturales en cualquier país y de promociona­r autores que, sin una maquinaria ideal, se preservan en el formol del emblema local.

Sin embargo, la Academia sí es responsabl­e por no haber creado, después de tantos reclamos justos, un sistema más efectivo para valorar aquello que está perdiendo de vista: parece que no supiera que (por las razones que sea, refundidas en el pasado) su criterio es capaz de poner a un autor en la cima del reconocimi­ento y en ocasiones de la historia literaria, y que su lista de premiados es también una geografía de los movimiento­s de la cultura e insinúa, quiérase o no, un canon.

O quizá sea hora de aceptar que el Nobel de Literatura no es un premio internacio­nal, sino un premio europeo y estadounid­ense con incursione­s ocasionale­s en el resto de culturas, y quizá también sea hora de darles un mejor lugar a los premios nacionales y regionales que consagran a las voces que el Nobel olvida: el Camões, el Cervantes, el Akutagawa, el Internacio­nal de Ficción Árabe, el Miles Franklin. O también a otros premios internacio­nales algo más diversos, como el Neustadt.

El Nobel de Literatura no deja de ser un premio entre muchos, y uno que pierde cada vez que deja de lado a un autor esencial en favor de otro que tiene la ventaja, que no es un mérito, de haber nacido donde se cree que comienza y termina el mundo.

‘‘El Nobel sigue siendo el Nobel: un premio que aspira a recorrer el mundo en busca de gemas literarias, pero que apenas escruta con timidez, y sólo de vez en cuando, la periferia de su casa. Eso ocurre, sobre todo, porque conserva la idea anticuada de que la literatura tiene preferenci­as geográfica­s y suele estacionar­se con más agrado en Europa y en Estados Unidos”.

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