El Espectador

“Un hombre de alma hacia afuera y otro de alma hacia adentro”, un tributo a R.H. Moreno Durán al cumplirse 15 años de su fallecimie­nto.

Así lo describió Mónica Sarmiento, su esposa, quien lo sigue recordando y se sigue preguntand­o por sus silencios y sus verdades.

- ANDRÉS OSORIO GUILLOTT aosorio@elespectad­or.com @A_osorio1612

Los recuerdos guardan muchos silencios. Sin pretender desviar la teoría de Platón sobre el alma y su memoria, pareciera que esta sabe cómo dibujar y desdibujar lo que vivimos para que las reminiscen­cias no pesen tanto, para que suceda aquello que dijo Fernando Vallejo y que desde hace un tiempo cita Alejandro Gaviria cuando afirma que “la felicidad solo existe en la nostalgia”.

Fue el 17 de diciembre de 1986. Ese día volvió a Colombia después de quince años de vivir en Barcelona (España). Su llegada, en medio de la esperanza y el amor de volver a su patria, como quien vuelve a los brazos de su padre, se aturdió con las esquirlas y el estallido de la bomba que atentó contra la redacción de El Espectador y acabó con la vida de Guillermo Cano, director del diario. Ahí, por un lado, se resquebraj­ó algo de esa emoción por volver; por el otro, se reafirmó su vínculo con el periódico, pues por un tiempo fue el encargado de la sección “La esquina del cuento”, que hacía parte de el Magazín Dominical.

Para honrar la memoria de Rafael Humberto Moreno Durán habría que ser como Funes el Memorioso, aquel personaje emblemátic­o de la cuentístic­a de Borges. Y no es que todos los días de sus setenta años de vida sean particular­es y míticos, pero sí hubo muchos que se hicieron especiales por sus ocurrencia­s, por las manías que él no aceptaba que tenía de dientes para afuera, pero que su esposa, que lo acompañó por un poco más de una década, cuenta con sonrisas leves y con ojos que miran fugazmente para arriba, reflejando esa gracia mezclada con el tedio que muchas veces surgió de la pena por sus comentario­s y acciones políticame­nte incorrecta­s, pues si algo reconocen ella y Alejandro, su hijo y causante de que se hiciera “rehén de su fortuna”, es que era maniático y también osado con sus expresione­s, con su postura política, de la cual se sentía orgulloso cada vez que afirmaba que era un ácrata.

Cerca de 6.000 libros aún reposan en el apartament­o donde viven Mónica Sarmiento y Alejandro Moreno. En muchos de ellos están las fotos de mujeres desnudas o en ropa interior, que se convertían en los separadore­s, quizá reflejando el origen de sus personajes, en su fascinació­n por la seducción, por lo femenino, por los roles matriarcal­es y el recuerdo de su madre, que fue fundamenta­l para construir su lazo con la literatura y el arte. “Él sucumbía muy fácil ante la belleza de las mujeres. Era un seductor muy gracioso”, cuenta Mónica Sarmiento. Muchos de los libros son de Don

Quijote de la Mancha; de los autores alemanes y franceses que leyó y releyó a lo largo de su vida mientras escribía “a fuego lento” en sus cuadernos, que no tienen un solo espacio en blanco, que dicen mucho de la exigencia con que pulía cada detalle antes de pasar a su máquina de escribir —una Underwood 19 de color naranja, que ahora está junto a los cerca de 28 libros que publicó, que tienen un lugar especial en el estudio de la casa de Mónica y Alejandro—, con la que se confirma también lo que él mismo dijo una vez: “Un escritor es un ajedrecist­a, está moviendo figuras, personajes y poderes en un tablero, que es la realidad. Tarde o temprano todo ello termina en el triunfo de algo sobre algo o de alguien sobre alguien, y el jaque mate final es la muerte de alguien para que otro triunfe. Por eso, escribir con buenos sentimient­os solo produce mala literatura. La gran literatura, toda, está hecha con lo peor de la condición humana”.

Su colección de libros está numerada, y en algunos están sus marcas, determinad­as por una fórmula matemática que no tienen explicació­n. Una firma en la página 36, otra en el resultado de multiplica­r ese número por tres (108) y luego de multiplica­rlo por dos.

Superstici­oso y misterioso. No recibía la sal en la mesa y no le gustaban las mariposas negras. Odiaba a las enfermeras y, por ende, a la necesidad de ir a un hospital. Si veía a una monja se cambiaba de andén. A su esposa le respetó su catolicism­o, pero se apartaba de cualquier discurso religioso y ahuyentaba a quienes tocaban a su puerta con el fanatismo en la mano. “Si no creo en la religión católica, que es la verdadera, no voy a creer en la de ustedes”, les dijo a unos testigos de Jehová.

Odiaba la palabra “sudadera” y, por ende, le parecía extraño a quienes se vestían con ella. Sus vestiduras ocultaban su temperamen­to. De jean, camisa y saco. Sobrio en su andar y exigente en su orden, en su cotidianid­ad. No le gustaba hablar del pasado, pero sí escribir sobre él. Extraña relación con el tiempo, aun cuando amara los relojes, pues su padre fue relojero. Y como no ahondaba en sus vivencias y memorias, su vida y sus vericuetos están frag

‘‘Menos mal que yo ya hice lo que tenía que hacer”, dijo R. H. cuando se enfermó, asumiendo su destino como lo hacían los héroes griegos en las tragedias, entendiend­o así esa libertad que ya había resaltado en uno de sus aforismos.

mentados entre quienes lo conocieron. “Hay muchas cosas de él que yo no sé y que otros sí saben; así como hay cosas que yo sé y otros no”, admite Sarmiento, quien habla de sus misterios mientras refleja otros en pequeños silencios y en ojos que se cristaliza­n y no admiten el asomo de lágrimas, que evocan de alguna manera, al recordar sus gracias y particular­idades, El humor de la melancolía.

De un “robusto temple ante el infortunio”, como lo describió Juan Villoro, amigo de la familia, cuando contó en un homenaje la historia de los libros que R. H. Moreno Durán dejó en Barcelona y que, 16 años después de pagar una mensualida­d para que se los entregaran, volvió a intentar recuperarl­os, y al ver que los dueños de la casa donde habitaban los textos habían muerto y solo quedaba su hijo, que había puesto una librería de segunda, dijo que el establecim­iento debía llamarse “El Colombiano”.

De ese mismo temple robusto se mostró hasta el final de sus días. No demostró el dolor de la muerte de su madre, y aunque a veces dejaba escapar lágrimas cuando veía noticias sobre maltrato a menores de edad, su mismo temperamen­to le impidió revelar sus sentimient­os más profundos y las nostalgias más arraigadas a las raíces de su corazón.

“Cambiaría todos mis premios y obras por ver crecer a Alejandro”, le dijo Moreno Durán a su esposa en el desenlace de su existencia. Ayudarlo en sus tareas y ser el cómplice de las historias que creaba en la soledad con sus juguetes lo volvió más humano y así dejó entrever su lado sensible en la carta que dejó pocos días antes de fallecer: “Al comienzo de esta carta, querido Alejandro, dije que, según el lord canciller Bacon, tu nacimiento me convirtió en rehén de la fortuna. Lo creo. Pero también creo en otras líneas del lord canciller, que igualmente he aprendido de memoria: ‘Las alegrías de los padres son secretas y así lo son sus penas y temores; no pueden manifestar las unas ni manifestar­án las otras. Los hijos endulzan los trabajos pero hacen más amargos los infortunio­s; acrecienta­n los cuidados de la vida pero mitigan el recuerdo de la muerte’. En fin, ¿qué pretendo con esta carta? Decirte cuánto te quiero, Alejandro, e intentar ganar un lugar en tu memoria como hace mucho tiempo tú ocupas uno muy grande en mi corazón”.

“Menos mal que yo ya hice lo que tenía que hacer”, dijo R. H. cuando se enfermó, asumiendo su destino como lo hacían los héroes griegos en las tragedias, entendiend­o así esa libertad que ya había resaltado en uno de sus aforismos, aceptando que la sabiduría no está en el peso de muchas ideas, sino en la sencillez y levedad para reconocer que entregarle la vida a una obra es dignificar lo que el corazón dictó y lo que la mente imaginó, recordó y construyó con base en realidades crueles, desordenad­as e infinitame­nte humanas. Y así, entre los misterios quedó una sonrisa, enaltecien­do lo que cantó Silvio Rodríguez al decir que al final del viaje “quedamos los que puedan sonreír en medio de la muerte en plena luz”.

››En algunos libros están sus marcas, determinad­as por una fórmula matemática que no tiene explicació­n. Una firma en la página 36, otra en el resultado de multiplica­r ese número por tres (108) y luego por dos.

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