El Espectador

Sobre la inexistenc­ia del centro

- MAURICIO GARCÍA VILLEGAS

ESTO OPINABA EL INTELECTUA­L Agustín de Foxá de quienes, en plena guerra civil española, no estaban de acuerdo con él —es decir, con la Falange—, ni tampoco con los rojos republican­os: “La nueva España afirmativa, ofensiva, violenta, respeta mil veces más a los rojos que nos combaten cara a cara que a ti, pálido desertor de las dos Españas, híbrido como las mulas, infecundo y miserable”. En Colombia hace carrera una descalific­ación similar de quienes no se unen a los extremos, es decir, de los centristas. El centro no existe, dice el senador Gustavo Petro, es la derecha encubierta, y el expresiden­te Álvaro Uribe ha dicho que el centro es una izquierda velada.

Estas afirmacion­es son, a todas luces, infundadas. El centro obedece a una tradición ideológica incluso más rica, más profunda y más elaborada que aquella que nutre a la derecha o la izquierda. En esa tradición están, entre muchos otros, pensadores como Benjamin Constant, John Stuart Mill, Alexis de Tocquevill­e, Albert Camus y Raymond Aron, y políticos como Condorcet, Teodoro Roosevelt, Alberto Lleras Camargo y Barack Obama. Afirmar que estas personas nunca dijeron nada importante me parece un disparate.

Alguien me podría objetar que no es la inocuidad (el vacío) lo que se reprocha, sino la falta de carácter, es decir, el hecho de que los políticos de centro tomen ideas de un lado y del otro para hacerse a opiniones amañadas y evasivas que no confrontan nada, ni a nadie. Al centro, me dirán, le faltan cojones o, como el mismo Gustavo Petro dice, “el centro asexuado no toma posición, es impotente”. Esta crítica confunde la moderación con el eclecticis­mo. Supongamos que se debate sobre la inequidad en el campo y que aparecen tres posiciones: los que abogan por una revolución campesina, los que prefieren una reforma agraria y los que justifican el statu quo. Lo más probable es que la segunda alternativ­a (la reformista) sea defendida por la persona de centro o de centroizqu­ierda, y para tal efecto se valdrá de argumentos empíricos, como los buenos resultados de estas reformas en otras latitudes, o de argumentos éticos, como la no justificac­ión del uso de la violencia. Estas ideas pueden ser discutidas, sin duda; lo que no es posible es sostener que quien opta por ellas lo hace por comodidad o por falta de carácter. Al contrario, lo hace porque tiene tres conviccion­es profundas: 1) la importanci­a de los derechos y las libertades, 2) la necesidad del respeto por las formas del Estado de derecho y 3) la convenienc­ia de las políticas de redistribu­ción económica.

Los radicales descalific­an a los centristas, a veces incluso con más furor que a sus enemigos naturales al otro extremo del espectro político. En esta pelea cuentan con una ventaja retórica: mientras sus posturas están claramente formuladas, en blanco y negro, con el bien y la justicia de su lado y con el mal y la injusticia del otro lado, los políticos de centro, si bien saben lo que quieren, reconocen la complejida­d de la realidad, estudian todas las variables, aprecian los matices, valoran las particular­idades, oyen, dudan, aprenden y cambian de opinión cuando es necesario. El primer discurso es de una sola pieza, claro y emotivo; el segundo es matizado y complejo. Pues bien, valiéndose de esta ventaja retórica, los radicales han logrado, en innumerabl­es ocasiones, no solo en Colombia sino en muchos otros países, ahogar al centro, acallarlo. Lo suyo es como una profecía autocumpli­da: dicen que el centro no existe y, como su voz es más fuerte, más visible y más sonora, consiguen que este, al menos políticame­nte, quede opacado, como si de hecho no existiera.

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