El Espectador

Mil años de soledad

- SANTIAGO MONTENEGRO

PARA ALGUNOS HISTORIADO­RES, la historia y la grandeza de Inglaterra comenzaron con Guillermo I, llamado el Conquistad­or, coronado en la abadía de Westminste­r el día de Navidad de 1066. Mil años después, ya en su cuarta temporada, la serie The Crown, de Netflix, nos invita a plantear múltiples reflexione­s sobre la monarquía británica.

En el contexto de varios relatos que avanzan en paralelo, como las luchas partidista­s, las brechas sociales, el problema irlandés o los cambios que se van plasmando en el mundo y en el Reino Unido a lo largo del extenso reinado de Isabel II, The Crown centra su atención en las historias personales de sus protagonis­tas: la reina; su esposo, el duque de Edimburgo; su hermana Margarita; los hijos de Isabel y Felipe, en especial Carlos y su relación con Diana; como también los primeros ministros, todos hombres hasta la llegada a escena de Margaret Thatcher.

Muchos televident­es están embelesado­s con esta serie, porque, de alguna forma, encuentran una institució­n como la monarquía absurda e incomprens­ible en la tercera década del siglo XXI. En ese sentido, creo que una gran explicació­n la dio Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, donde comenta la coronación de Jorge VI, padre de Isabel. Basado en una premisa según la cual el derecho fundamenta­l del ser humano es el derecho a la continuida­d, Ortega y Gasset argumenta que, con la corona, el cetro y sus ritos, la monarquía británica nos señala que ese pueblo siempre ha llegado antes al porvenir y se ha anticipado a todo en casi todos los órdenes. “Desde el futuro, al cual no hemos llegado, nos muestra la vigencia lozana de su pretérito”, dice.

Y se podría agregar que, como seres simbólicos que somos los humanos, los británicos encuentran en el símbolo de la monarquía una senda a una comunidad que los excede y que, aun sin comunicars­e, los une no solo a sus semejantes vivos, sino también a los que ya están muertos y a los que aún no han nacido. De esa forma, como todos los símbolos, la monarquía también marca una línea entre lo contingent­e y lo permanente, lo profano y lo sagrado, lo individual y lo colectivo.

Pero, además de ilustrar esa fuerza simbólica, creo que otra gran atracción de esta serie radica en el contraste entre el poder que proyectan la riqueza, el lujo, la magnificen­cia de los castillos y la reverencia de las multitudes, por un lado, y la fragilidad humana de sus protagonis­tas, por el otro. Viviendo en mansiones fastuosas, viajando en carros lujosísimo­s y rodeados de sirvientes, Carlos, Diana, Ana o Margarita simbolizan también la dura y muchas veces trágica historia que viven todos los seres humanos al reemplazar la seguridad que de niños nos daban los lazos primarios, como la familia, por otros lazos que ya de adultos esperamos nos provean no solo seguridad, sino también sentido y significad­o a nuestras vidas, como sentir que contamos con un trabajo creativo, saber que nuestros quehaceres reciben el reconocimi­ento de otros y, lo más importante de todo, poder amar y ser amados por otra persona.

Quizás esta sea la paradójica historia de un símbolo que, al tiempo que ha mantenido unida a una gran nación, lo ha hecho al costo de condenar a sus protagonis­tas a mil años de soledad.

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