El Espectador

La fatalidad de la cuna

- MAURICIO GARCÍA VILLEGAS

TAL VEZ LO MÁS ODIOSO DEL ANTIguo régimen (la Colonia para nosotros o la monarquía para los europeos) era que la suerte de las personas dependía de su nacimiento. Lo que los padres eran, o habían sido, marcaba irremediab­lemente el curso de la vida. Las clases se reproducía­n a sí mismas y la movilidad social era nula o casi. Las revolucion­es modernas quisieron acabar con esta suerte ineluctabl­e de la cuna y se comprometi­eron, a través de sus constituci­ones y sobre todo de una educación pública igualitari­a y gratuita, a garantizar el principio de igualdad de oportunida­des para que, en la medida de lo posible, el destino de las personas dependiera más del esfuerzo.

En Colombia uno tiene a veces la impresión de no haber salido todavía del antiguo régimen. La suerte no es tan forzosa como lo era antes, es cierto, pero, en términos generales, sigue dependiend­o de la cuna. Eso se debe, en buena medida, a que la educación no garantiza movilidad social. El sistema educativo es hoy mucho más amplio y, cuando se trata de estratos bajos y medios bajos, tener un diploma de bachillera­to o universita­rio puede cambiar considerab­lemente la suerte de una persona. Pero esa movilidad es puntual y reducida.

En términos generales, tenemos un sistema de segregació­n educativa: los hijos de los ricos estudian juntos y reciben una educación de buena calidad, y los hijos de los pobres estudian juntos y reciben una educación mediocre o mala. Esta situación, que no es otra cosa que un apartheid educativo, es particular­mente grave cuando se trata de los campesinos. Hasta la mitad del siglo pasado los niños del campo tenían un bachillera­to reducido a la mitad (tres años en lugar de seis) y se les enseñaba más religión que historia o geografía. Los campesinos eran ciudadanos de segunda clase que solo parecían aptos para enlistarse en el Ejército o ser peones de fincas.

Formalment­e la situación ha cambiado y la educación básica es hoy igual en el campo y la ciudad. Pero sustancial­mente las diferencia­s siguen siendo enormes. Tenemos dos millones de estudiante­s en el campo; de cada 100 niños que ingresan a la escuela, solo 40 terminan primaria y de esos solo cinco terminan la educación básica. La mitad de los colegios no tienen sino hasta quinto año y el analfabeti­smo rural es casi del 13 %, mientras que en el país es de 5 %.

Pues bien, esta situación, que ya es gravísima, se ha empeorado con la pandemia. He vivido buena parte de este año en una vereda del municipio de La Ceja, a una hora de Medellín. Esta es una zona próspera y con buenos servicios públicos. Pero incluso aquí, tan cerca de Medellín, he podido ver las dificultad­es que tienen los niños campesinos para conectarse vía internet y mantener un aprendizaj­e regular. En 2018 solo el 4,3 % de los hogares rurales contaban con conexión a internet fijo, en comparació­n con el 50,8 % en las zonas urbanas. Los niños pobres, y sobre todo los niños pobres del campo, están pagando un precio demasiado alto en esta pandemia (las madres campesinas también).

El menospreci­o que nuestras élites gobernante­s tienen por el campo y sus habitantes no tiene justificac­ión moral, ni legal, ni constituci­onal, porque simplement­e no puede haber ciudadanos de segunda clase. Pero, además, se trata de un desprecio absurdo y contraprod­ucente, y eso debido a que el narcotráfi­co y la violencia, que están en buena medida ligados al campo, se incrementa­n con la falta de oportunida­des que tienen los jóvenes campesinos, algunos de los cuales se rebelan ilegalment­e contra la fatalidad de la cuna que les impone la sociedad.

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