El Espectador

La parábola del buen hijo

- JULIO CÉSAR LONDOÑO

ALGUNAS DE LAS RESPUESTAS DE Tomás Uribe a la entrevista de Semana fueron muy buenas. Por ejemplo, cuando le preguntaro­n sobre su negocio más cuestionad­o, la venta de un lote de la familia Uribe para la expansión de la Zona Franca de Mosquera, Tomás explicó que el cambio del POT del municipio se hizo en el 2000. Punto para Tomás. ¿Republican­os o demócratas? Lo importante es que haya apoyo bipartidis­ta estadounid­ense a la lucha contra el crimen en Colombia. ¿Las marchas en el país? Participan­tes legítimos y saboteador­es ilegítimos.

Sus otras respuestas oscilaron entre la ternura filial y el credo que el joven profesa, que es obtuso y reduccioni­sta como todos los credos extremista­s (es verdad que las ideologías son como religiones, pero los extremismo­s son meras sectas. Ni siquiera tienen dogmas, solo superstici­ones).

La novedad es que Tomás dice «neosociali­smo» en vez de «castrochav­ismo» (tiene el sentido del ridículo del que carece su padre): «Los neosociali­stas no confiscará­n la propiedad, necesariam­ente, pero suben los impuestos a un nivel que confisca las rentas de la propiedad, que es peor aún». Hay que decirlo, Tomás está en otro nivel.

Cuando le tocaron ciertos temas, su cerebro se cortocircu­itó. Así, cuando le hablaron de la JEP, Tomás dijo que era muy cara, que tenemos muchos jueces y que «en Colombia hay 15 por cada 100.000 habitantes mientras que el promedio de la OCDE son 30» (¿?). Cuando le recordaron, en mitad de una larga diatriba contra el precandida­to, que Fajardo escribió muchas columnas elogiosas sobre Álvaro Uribe, Tomás dijo, sin solución de continuida­d, que «en la familia le tenemos cariño personal».

El tema Iván Cepeda también le trueca los cables: «¡Hay un frente de las Farc que lleva el nombre del papá de Iván Cepeda!». Hombre, Tomás, respete. O al menos lea. El Estado colombiano fue condenado por el asesinato del padre del senador, que hizo parte del genocidio de la UP, la página más sórdida de nuestra sórdida historia.

Y agregó esta candidez: «¡Imagínense que un bloque paramilita­r llevara el nombre de mi padre!». No, Tomás, no lo imagino: llamar «Álvaro Uribe» a un mero bloque sería un honor mezquino para el gran trabajo de su padre en la gesta paramilita­r.

Luego confiesa su terapia, que parece inspirada en los pasajes más tiernos de Petro: «Con Iván Cepeda pongo en práctica la bondad amorosa, una meditación que consiste en desear el bien para uno, las personas que uno ama y los que nos han hecho daño».

Despacha la ñeñepolíti­ca diciendo que el Ñeñe era un bocón y que las intercepta­ciones fueron ilegales. Cuando le recuerdan que Caya Daza está involucrad­a, balbucea: «No… no sé de Cayita desde hace mucho tiempo. Para mí fueron una sorpresa esos audios. Es diferente a la persona que yo conocía».

Cuando le recuerdan los líos de su padre con la justicia, Tomás dice que las cortes quieren vengarse de Uribe, pero olvida decir qué es lo que querrían vengar. Para demostrar que el magistrado que le dictó detención domiciliar­ia a su padre tenía conflictos de intereses en el caso, afirma que fue contratist­a de la administra­ción Santos, pero no explica qué tiene que ver Santos con Cepeda, el «abogánster» y este lío de Uribe.

El remate es de antología: ¿qué piensa cuando llaman genocida y paramilita­r a su papá? «La verdad, ya poco me afecta. Mi mamá no habría estado casada 40 años con Álvaro Uribe si tuviera la más mínima duda de su integridad».

Conclusión. Como precandida­to, Tomás es buen hijo. Tiene la simpleza necesaria para ser candidato del Centro Democrátic­o e irradia una bondad amorosa capaz de defenderno­s del neosociali­smo, sí, ¿pero quién nos salvará de Tomás Uribe?

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