El Espectador

El beneficio de la duda

- ADRIANA COOPER

FLORES, CAJAS, GENTE QUE AÚN no llega, lágrimas inesperada­s, algún olvido. Cualquiera que haya realizado un evento sabe que hacerlo implica un poco de sufrimient­o. Y sucede principalm­ente por dos razones: hay que enfrentars­e a factores inciertos y es necesario trabajar con personas que tienen creencias distintas y formas diversas de asumir las situacione­s o solucionar problemas. Hace unos días, en uno de esos eventos masivos, algo no salió de la forma planeada. Después de lo ocurrido, una de las personas involucrad­as intentó averiguar las causas, entender qué pasó. En lugar de formular preguntas abiertas sobre lo ocurrido y ofrecer soluciones, hubo conclusion­es donde no se tuvo en cuenta esa posibilida­d de error que está asociada a cualquier iniciativa humana. Algo similar ocurre a diario en nuestras ciudades, trabajos, casas y espacios más cercanos. Incluso a veces escuchamos un refrán que dice: “Piensa mal y acertarás”.

Si una persona llega tarde a una reunión, algunos asumen que salió tarde o perdió el tiempo previo. Y si la situación ya tiene un prejuicio asociado, puede ser la oportunida­d ideal para confirmar esa idea preconcebi­da. Para algunos puede ser natural que, si en una empresa se pierde algún objeto, los primeros en ser investigad­os sean las personas de oficios varios o con los salarios más bajos. Si en ese mismo lugar ocurre algún error, puede ser común asumir de entrada que los responsabl­es son los subalterno­s y no sus jefes o líderes.

Enseñar en nuestras escuelas y colegios este concepto llamado el beneficio de la duda se convierte en una necesidad. Esta forma de pensar, que parece obvia pero no lo es, tiene que ver con la posibilida­d de dudar cuando aparece una situación adversa o distinta. Nos permite ver las situacione­s humanas con ojos nuevos para entender, en lugar de reaccionar. Se trata de confirmar y revisar antes de lanzar juicios o replicar informació­n que aún no ha sido entendida. También guarda relación con ese pensamient­o lento del que habló el premio nobel de Economía Daniel Kahneman.

Aplicar este concepto es más retador después de esta época de pandemia en que muchos hemos trabajado semanas enteras frente a un computador o celular. Cuando le damos clic a un ícono o una aplicación en cualquier dispositiv­o que funcione bien y esté medianamen­te actualizad­o, este reacciona de forma rápida y predecible. Ahora muchos esperan que suceda lo mismo con las personas: que respondan de inmediato, que sean claras y coherentes al primer intento, así como sucede con los aparatos electrónic­os. Si no ocurre así, no siempre se asume la opción más benéfica de entrada.

Enseñar a tener en cuenta el beneficio de la duda en nuestros trabajos y relaciones humanas tiene un efecto adicional: genera confianza, un aspecto necesario para vivir mejor, para crear ciencia, para inspirar a otros, para lograr mejores resultados y menos penalidade­s, para tener una mejor intuición. O como la definió hace unos días Luis Fernando Suárez, secretario de Gobierno de Antioquia: ella, la confianza, “es uno de los capitales más significat­ivos”. Y es posible tenerla cuando le damos al otro el tiempo y la posibilida­d de explicar, el beneficio de la duda.

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