El idiota y la verdad
UN ASIDUO TUITERO SE PREGUNTÓ más o menos lo siguiente: “¿Puede un imbécil como el personaje X decir la verdad?”. La pregunta es de hecho interesante, pero su contestación no es tan obvia como parecía creerlo este usuario de las redes.
En muchas culturas, el loco o tonto sabio y quizás profético ha sido una figura apreciable. Rusia es un buen ejemplo; no por casualidad Dostoievski escribió la novela que le da su título a esta columna. El acceso a otras formas de conocimiento se asociaba a la pérdida de la consciencia (eso era lo que daba poderes a las brujas, médiums, etc.). Algo de esto hace parte del patrimonio compartido colombiano. Para nuestro refranero, “los niños y los borrachos siempre dicen la verdad”. Y a veces también el sentido común da pasos en falso. Tener una visión crítica de la sociedad implica desafiarlo constantemente. Por ello, es fácil dar pasos en falso si se quiere dar una respuesta rectilínea a la pregunta en cuestión. Sobre todo, en asuntos de política.
Por ejemplo, hay numerosas evidencias que sugieren que en Colombia hay una asociación específica entre nivel educativo y preferencias políticas: las personas con educación superior han tendido —creo que desde el principio— a ser más refractarias a los encantos del uribismo. Debido a ello, algunos han saltado con rapidez a conclusiones —fatalmente— equivocadas. “He estudiado más, soy mejor, tengo la razón”. ¿Será eso lo que generó las constantes burlas “al bachiller Macías”, que querían abochornar por su falta de títulos a este —nefasto— personaje? Piénsese en las implicaciones que tiene plantear las cosas en estos términos en una sociedad tan segregada como la nuestra.
Trampas mentales como estas tienden a expresarse de las maneras más simples, rutinarias y arraigadas. Expresiones que ya adquirieron carta de ciudadanía, como “el chiste se cuenta solo”, sugieren que hay un enunciante superastuto, que sabe en el fondo de qué van las cosas y que les guiña maliciosamente el ojo a otros iniciados, dejando mientras tanto con un palmo de narices a los pobres incautos, a los “bachilleres”. Difícil convencer a nadie con esta clase de discurso.
No: el chiste nunca se contó solo. Había que contarlo. Lo más explicadito posible. Explicar: ese debería ser el verbo, y la destreza, del momento. Es que han cambiado dramáticamente la tecnología y la política de la verdad, de maneras que estamos aún muy lejos de entender. Hace un par de décadas, en algunos países había numerosos referentes de veracidad comunes para todas las tendencias políticas, por lo menos las de la corriente principal. Esos referentes podían ser tremendamente conservadores, pero estaban ahí y proporcionaban un —a menudo ilusorio— espacio de razonabilidad compartido. En los últimos años, este ha ido cediendo vertiginosamente. Se consolidaron “ecosistemas” de medios, cada uno con su propio conjunto de verdades, que no tienen el menor contacto entre sí. ¿El fenómeno es una novedad o un retorno? Creo que tiene tanto de lo uno como de lo otro. Como fuere, sus consecuencias son enormes. A la fecha de hoy, en los Estados Unidos, por ejemplo, más del 80 % de los republicanos creen que a Trump le robaron las elecciones. Y la validez de lo que muchos consideramos aserciones más o menos obvias —mejor enseñar darwinismo que creacionismo; tener vacunas es bueno; las máscaras son efectivas contra el COVID— se han convertido en un tema de debate político global. Hoy por hoy, la palabra más peligrosa del español es “evidente”.
No estoy alegando a favor de ciertas y conocidas modalidades de relativismo, a las que siempre he criticado. Más bien argumento a favor de una lógica de la prueba y de la convicción. Probar y convencer siempre fueron dos actividades muy importantes y difíciles. Lo son ahora más que nunca.