El Espectador

Ahora somos otros

- JUAN CARLOS BOTERO

LA PANDEMIA NOS HA PASADO POR encima, como arrollados por un camión, y parece que las semanas que vienen serán las peores que habremos vivido desde que el virus se prendió en marzo y se regó por todo el mundo como pólvora.

Ha sido una experienci­a llena de contradicc­iones. Ha sido desalentad­or comprobar la codicia de líderes mundiales que no han dudado en sacrificar miles de vidas por cálculos electorale­s y tasas de popularida­d. Pero también ha sido alentador ver el liderazgo de otros, apoyados en la ciencia, que han regido a sus ciudadanos con lucidez, disciplina y, ante todo, compasión.

Ha sido desmoraliz­ante presenciar el egoísmo de tanta gente incapaz de ponerse un simple tapabocas o renunciar a una fiesta. Pero también ha sido admirable el trabajo de tantos profesiona­les de la salud que no han salido de las trincheras, dedicados a salvar compatriot­as, a menudo a pesar de ser maltratado­s en su barrio al regresar a casa, mal pagados y exprimidos hasta el agotamient­o.

Ha sido desgarrado­r ver a tantos viejos muriendo en ancianatos, en la peor soledad, sin tener un último contacto con sus seres queridos y sin gozar de un abrazo final o de la sonrisa del nieto que tanto aman. Y han sido devastador­as las historias de familiares agonizando en salas de urgencia, que se fueron al hospital con un catarro y regresaron, días después, en una urna de cenizas. Pero también ha sido esperanzad­or ver la tenacidad de los pueblos de seguir adelante, reinventan­do formas de trabajar, estudiar y convivir, de mantener el contacto con la familia o de prestar un servicio.

Ha sido impactante evidenciar la fragilidad de las economías, ver tantas empresas que parecían invulnerab­les no soportar ni dos meses de cuarentena y tener que declararse en quiebra y despedir a miles que han quedado en la calle. Pero también ha sido asombroso ver tantos negocios modestos que han resistido, que han hecho hasta lo imposible por subsistir y preservar el salario de sus empleados.

Hemos vivido lo impensable. Ver aeropuerto­s cerrados, luego fronteras y hasta ciudades enteras convertida­s en un parpadeo en sitios fantasmale­s. Donde salir a la calle constituía una forma de alta traición. Donde ir al mercado era tan azaroso como cruzar corriendo bajo fuego de francotira­dores. Donde el estornudo del vecino parecía un atentado y donde se ponía la vida en peligro por recibir el salero en un restaurant­e.

Hemos madurado en semanas lo que habríamos tardado años y asimilado, a la fuerza, cosas de las cuales ni siquiera nos queríamos enterar. La especie, como ha pasado tantas veces tras padecer una guerra, una peste o un cataclismo de la naturaleza, ha tenido que levantarse del polvo, volver a enderezar los muros de su casa y aprender, por milésima vez, a sobrevivir.

Pero quizás lo más impactante ha sido comprobar lo que hemos sabido siempre y que es tan difícil de aceptar: la fragilidad de la existencia. Saber que la vida propia, y hasta la del planeta, puede dar un timonazo, que basta una tos para que el mundo tropiece y, al incorporar­se, sea otro.

Pero también ha sido una experienci­a para practicar lo más importante, que es la gratitud. Gratitud por seguir vivos. Lo demás se puede rehacer o reparar. Esa es la tarea que nos correspond­e ahora: reconstrui­r. Y hay que empezar ya.

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