El Espectador

Las vidas que no cambió la Primavera Árabe

Hace una década, la inmolación de un vendedor de frutas desencaden­ó una ola de protestas en el mundo árabe que no terminó como los manifestan­tes querían. Las lecciones aprendidas de una revolución que dejó nuevos regímenes autoritari­os, represión, guerras

- CAMILO GÓMEZ FORERO cgomez@elespectad­or.com @CamiloGome­z8

Era inevitable que la Primavera Árabe se transforma­ra en un frío y desolador invierno. Hace una década exactament­e, Mohamed Bouazizi, un modesto vendedor de frutas de 26 años cansado de la corrupción y la brutalidad del Estado, se inmoló en Sidi Bouzid, localidad de la capital de Túnez. La policía tunecina le había confiscado su carreta con la que se ganaba la vida de manera miserable y en la que cargaba frutas y verduras que en ocasiones les regalaba a familias pobres.

“¿Cómo esperan que me gane la vida?”, gritó antes de prenderse fuego. Esa llama, sin saberlo, fue la que encendió las protestas en el país contra el dictador Zine El Abidine Ben Ali, que terminaron con su caída. Las revueltas, además, se extendiero­n por los países vecinos, originando toda una revolución en el mundo árabe. Pero hoy, ese memorable acto de Bouazizi no es recordado con agrado por muchos tunecinos, que desean que nunca se hubiera prendido la llama de la revolución.

Y es que después de esos levantamie­ntos populares vino un nuevo período de autoritari­smo, extremismo, guerra y pobreza que ha hecho que algunos ciudadanos añoren las dictaduras pasadas.

“Lo maldigo. Él es el que nos arruinó”, le dijo Fathiya Iman, una tunecina, al diario The Guardian. “Ahora la ciudad de Sidi Bouzid y el apellido Bouazizi se sienten como una maldición”, agregó.

Esa resignació­n y rencor por lo que pasó tras la Primavera Árabe se ha traducido en nostalgia por la dictadura de Ben Ali, porque había una sensación de más “estabilida­d” y, además, de más trabajo. La revolución, por un lado, dejó a un país más democrátic­o pero solo en la teoría, pues hay una brecha enorme entre los líderes elegidos y la ciudadanía, especialme­nte la de zonas más apartadas.

Por otro lado, la Primavera en Túnez espantó a los inversioni­stas y empresario­s, que ahora se van a otros países autoritari­os, porque allí encuentran la misma mano de obra barata con menos exigencias sociales como las que reclaman los tunecinos. El desempleo tras la revolución ha dejado a miles insatisfec­hos porque, como le dijo el diputado tunecino Naoufel Eljammali a The Economist, “la gente no siente que haya mejorado su vida”.

En otros países los rezagos de la Primavera Árabe son más lamentable­s. En Túnez, a pesar de todo, tuvieron una transición hacia la democracia representa­tiva, la primera en el mundo árabe, aunque esos esfuerzos están estancados. En Egipto, tras la caída de Hosni Mubarak, una nueva dictadura militar se tomó el poder. Libia, Yemen y Siria, por otro lado, entraron en guerras civiles.

Todos estos fracasos de la Primavera Árabe tienen algo en común, y por eso mismo el invierno: el recrudecim­iento del autoritari­smo. Era inevitable: los manifestan­tes no entendiero­n las fallas institucio­nales. “Resulta que la transición democrátic­a no se trata de a quién puedes derrocar o con quién los reemplazas. Se trata de si se puede cambiar la vasta red de institucio­nes que hay debajo de esa persona y de qué manera. Si no haces que esas institucio­nes funcionen, y a menudo, por el diseño deliberado del dictador, simplement­e no puedes, entonces tu revolución está condenada al fracaso. No importa cuántas veces derroquen al dictador, no importa cuán puros y buenos sean tus manifestan­tes, no será suficiente”, escribió hace unos años Amanda Taub, periodista y abogada de derechos humanos en el portal Vox.

Mubarak en Egipto, Muamar el Gadafi en Libia y Bashar al-Asad en Siria hicieron todo para debilitar las institucio­nes con el objetivo de que estas no fueran lo suficiente­mente fuertes para desafiarlo­s. Y esas condicione­s permanecie­ron después de las revolucion­es. Los manifestan­tes no fueron capaces de desarrolla­r un partido que sirviera de puente entre lo que se vivía en la calle y el gobierno real. En Libia y en Siria, por ejemplo, esta situación condujo a un vacío de poder que han llenado el Estado Islámico y otros extremista­s. En Túnez, el hecho de que las institucio­nes no estuvieran tan masacradas como en el resto del vecindario permitió que hubiera una transición hacia la democracia y una revolución un poco más exitosa que el resto, aunque no completame­nte.

“La lección que se puede extraer de esto no es que hubiera sido mejor para Egipto mantener a Mubarak, para Libia mantener a Gadafi o para Siria mantener a Al-asad. Más bien, es que cuando estos países llegaron al momento de elegir, mantener o destituir a estos líderes, el juego ya estaba perdido. Los gobiernos ya eran tan frágiles y las institucio­nes tan debilitada­s que cualquier resultado sería malo”, concluye Taub.

Antes de que la pandemia obligara a todos a encerrarse en sus casas, las plazas públicas en Oriente Medio y el norte de África estaban comenzando a tener actividad de nuevo y ya se hablaba de una segunda Primavera Árabe.

Por último, hay nuevos desafíos para la revolución. Las redes sociales y los teléfonos, que hace una década parecían impulsar la democracia y este tipo de levantamie­ntos, ya no son la mejor herramient­a. Los autócratas también aprendiero­n lecciones, y ahora adoptaron una especie de autoritari­smo digital, adueñándos­e de la tecnología que estaba diseñada para empoderar al pueblo.

››La revolución está a la vista, y cuando pase la pandemia esta podría estallar. La situación desde Sudán hasta el Líbano y Egipto es peor que hace diez años.

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/ AFP Grafiti de Mohamed Bouazizi, el vendedor que hace diez años se prendió fuego, cuyo acto de protesta desencaden­ó la revolución árabe.
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