Las vidas que no cambió la Primavera Árabe
Hace una década, la inmolación de un vendedor de frutas desencadenó una ola de protestas en el mundo árabe que no terminó como los manifestantes querían. Las lecciones aprendidas de una revolución que dejó nuevos regímenes autoritarios, represión, guerras
Era inevitable que la Primavera Árabe se transformara en un frío y desolador invierno. Hace una década exactamente, Mohamed Bouazizi, un modesto vendedor de frutas de 26 años cansado de la corrupción y la brutalidad del Estado, se inmoló en Sidi Bouzid, localidad de la capital de Túnez. La policía tunecina le había confiscado su carreta con la que se ganaba la vida de manera miserable y en la que cargaba frutas y verduras que en ocasiones les regalaba a familias pobres.
“¿Cómo esperan que me gane la vida?”, gritó antes de prenderse fuego. Esa llama, sin saberlo, fue la que encendió las protestas en el país contra el dictador Zine El Abidine Ben Ali, que terminaron con su caída. Las revueltas, además, se extendieron por los países vecinos, originando toda una revolución en el mundo árabe. Pero hoy, ese memorable acto de Bouazizi no es recordado con agrado por muchos tunecinos, que desean que nunca se hubiera prendido la llama de la revolución.
Y es que después de esos levantamientos populares vino un nuevo período de autoritarismo, extremismo, guerra y pobreza que ha hecho que algunos ciudadanos añoren las dictaduras pasadas.
“Lo maldigo. Él es el que nos arruinó”, le dijo Fathiya Iman, una tunecina, al diario The Guardian. “Ahora la ciudad de Sidi Bouzid y el apellido Bouazizi se sienten como una maldición”, agregó.
Esa resignación y rencor por lo que pasó tras la Primavera Árabe se ha traducido en nostalgia por la dictadura de Ben Ali, porque había una sensación de más “estabilidad” y, además, de más trabajo. La revolución, por un lado, dejó a un país más democrático pero solo en la teoría, pues hay una brecha enorme entre los líderes elegidos y la ciudadanía, especialmente la de zonas más apartadas.
Por otro lado, la Primavera en Túnez espantó a los inversionistas y empresarios, que ahora se van a otros países autoritarios, porque allí encuentran la misma mano de obra barata con menos exigencias sociales como las que reclaman los tunecinos. El desempleo tras la revolución ha dejado a miles insatisfechos porque, como le dijo el diputado tunecino Naoufel Eljammali a The Economist, “la gente no siente que haya mejorado su vida”.
En otros países los rezagos de la Primavera Árabe son más lamentables. En Túnez, a pesar de todo, tuvieron una transición hacia la democracia representativa, la primera en el mundo árabe, aunque esos esfuerzos están estancados. En Egipto, tras la caída de Hosni Mubarak, una nueva dictadura militar se tomó el poder. Libia, Yemen y Siria, por otro lado, entraron en guerras civiles.
Todos estos fracasos de la Primavera Árabe tienen algo en común, y por eso mismo el invierno: el recrudecimiento del autoritarismo. Era inevitable: los manifestantes no entendieron las fallas institucionales. “Resulta que la transición democrática no se trata de a quién puedes derrocar o con quién los reemplazas. Se trata de si se puede cambiar la vasta red de instituciones que hay debajo de esa persona y de qué manera. Si no haces que esas instituciones funcionen, y a menudo, por el diseño deliberado del dictador, simplemente no puedes, entonces tu revolución está condenada al fracaso. No importa cuántas veces derroquen al dictador, no importa cuán puros y buenos sean tus manifestantes, no será suficiente”, escribió hace unos años Amanda Taub, periodista y abogada de derechos humanos en el portal Vox.
Mubarak en Egipto, Muamar el Gadafi en Libia y Bashar al-Asad en Siria hicieron todo para debilitar las instituciones con el objetivo de que estas no fueran lo suficientemente fuertes para desafiarlos. Y esas condiciones permanecieron después de las revoluciones. Los manifestantes no fueron capaces de desarrollar un partido que sirviera de puente entre lo que se vivía en la calle y el gobierno real. En Libia y en Siria, por ejemplo, esta situación condujo a un vacío de poder que han llenado el Estado Islámico y otros extremistas. En Túnez, el hecho de que las instituciones no estuvieran tan masacradas como en el resto del vecindario permitió que hubiera una transición hacia la democracia y una revolución un poco más exitosa que el resto, aunque no completamente.
“La lección que se puede extraer de esto no es que hubiera sido mejor para Egipto mantener a Mubarak, para Libia mantener a Gadafi o para Siria mantener a Al-asad. Más bien, es que cuando estos países llegaron al momento de elegir, mantener o destituir a estos líderes, el juego ya estaba perdido. Los gobiernos ya eran tan frágiles y las instituciones tan debilitadas que cualquier resultado sería malo”, concluye Taub.
Antes de que la pandemia obligara a todos a encerrarse en sus casas, las plazas públicas en Oriente Medio y el norte de África estaban comenzando a tener actividad de nuevo y ya se hablaba de una segunda Primavera Árabe.
Por último, hay nuevos desafíos para la revolución. Las redes sociales y los teléfonos, que hace una década parecían impulsar la democracia y este tipo de levantamientos, ya no son la mejor herramienta. Los autócratas también aprendieron lecciones, y ahora adoptaron una especie de autoritarismo digital, adueñándose de la tecnología que estaba diseñada para empoderar al pueblo.
››La revolución está a la vista, y cuando pase la pandemia esta podría estallar. La situación desde Sudán hasta el Líbano y Egipto es peor que hace diez años.