El cuerpo del delito
SI CON LOS ATENTADOS CONTRA las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 cambió para siempre la manera de transitar por los aeropuertos del mundo, la declaratoria de pandemia por parte de la Organización Mundial de la Salud, del 11 de marzo de 2020, interpuso un obstáculo adicional a los viajeros: ya no solo se trata de lo que llevamos en el equipaje (perfume, gel, agua, cremas, etcétera), sino del cuerpo mismo, del lugar de procedencia de nuestro cuerpo. La historia epidemiológica reciente es una nueva visa que, con el inicio de la vacunación en los países del primer mundo, ubica a Colombia en una posición extra de desventaja.
Y no es que las filas en los puestos de control migratorio —esas que clasifican las nacionalidades en segunda, tercera y hasta quinta categoría— tengan su origen en Osama bin Laden ni en el COVID-19, sino que la Historia se empeña en cargarnos cada vez más el equipaje, el estigma que puede significar un pasaporte. Hoy, más que nunca, viajar en grandes aeropuertos internacionales es una prueba de paciencia espiritual y de resistencia física porque, además, las cancelaciones intempestivas de vuelos y la disminución de viajeros obligan a tomar rutas extraordinarias con múltiples escalas. Algunos trayectos que hace un año tomaban dos paradas hoy requieren cuatro o cinco.
Por absoluta necesidad, acabo de pasar por cuatro terminales internacionales: Bogotá, Toronto, Londres (Heathrow) y otra adicional en el Reino Unido. El Dorado es, de lejos, el que más exige en bioseguridad: mientras en Colombia solo un funcionario tenía el tapabocas mal puesto, en los puestos migratorios de Heathrow muchos operarios ni se molestaban en usarlo: “¡Ciudadanos de la Unión Europea en esta fila!”, “¡Ciudadanos norteamericanos en aquella taquilla!”. Esos gritos que antes sonaban intimidatorios, hoy, con labios expuestos, producen pavor.
En el aeropuerto de Toronto la soledad es abrumadora: terminales prácticamente vacíos, salas de espera con sus comedores atiborrados de tabletas de uso público encendidas con menús que nadie probará y redes sociales que no recibirán ni un like. Una escena de cine apocalíptica. En Reino Unido, donde 138.000 personas ya han recibido la vacuna a solo una semana del inicio de las jornadas de atención, su aeropuerto principal (uno de los más congestionados del planeta) recibe a los viajeros con una promesa: “Touchless experience”. Todo de lejitos. Por supuesto, el flujo de pasajeros es infinitamente menor al habitual, pero aquello del distanciamiento social y la disciplina es complejo cuando confluyen tantas culturas.
Mientras espero mi llamado para abordar y volar a la provincia, veo en las pantallas de televisión a una reportera con la nariz como una cereza, golpeada por vientos helados, que entrevista a una mujer afrodescendiente, indignada por el drama de las minorías étnicas de Londres: “¡Cómo es posible que no nos vacunen en mi comunidad antes de 2021!”. Esas no son penas, le responde mi inconsciente. Suspiro. Le doy un sorbo al café que me acaba de servir un joven indio; ni él oyó qué café le pedí, ni yo supe por cuál pagué: malentender y hablar un idioma extranjero a través de un tapabocas es apenas un sobrecosto del alto precio de ser inmigrante.