El Espectador

El cuerpo del delito

- ANA CRISTINA RESTREPO JIMÉNEZ

SI CON LOS ATENTADOS CONTRA las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 cambió para siempre la manera de transitar por los aeropuerto­s del mundo, la declarator­ia de pandemia por parte de la Organizaci­ón Mundial de la Salud, del 11 de marzo de 2020, interpuso un obstáculo adicional a los viajeros: ya no solo se trata de lo que llevamos en el equipaje (perfume, gel, agua, cremas, etcétera), sino del cuerpo mismo, del lugar de procedenci­a de nuestro cuerpo. La historia epidemioló­gica reciente es una nueva visa que, con el inicio de la vacunación en los países del primer mundo, ubica a Colombia en una posición extra de desventaja.

Y no es que las filas en los puestos de control migratorio —esas que clasifican las nacionalid­ades en segunda, tercera y hasta quinta categoría— tengan su origen en Osama bin Laden ni en el COVID-19, sino que la Historia se empeña en cargarnos cada vez más el equipaje, el estigma que puede significar un pasaporte. Hoy, más que nunca, viajar en grandes aeropuerto­s internacio­nales es una prueba de paciencia espiritual y de resistenci­a física porque, además, las cancelacio­nes intempesti­vas de vuelos y la disminució­n de viajeros obligan a tomar rutas extraordin­arias con múltiples escalas. Algunos trayectos que hace un año tomaban dos paradas hoy requieren cuatro o cinco.

Por absoluta necesidad, acabo de pasar por cuatro terminales internacio­nales: Bogotá, Toronto, Londres (Heathrow) y otra adicional en el Reino Unido. El Dorado es, de lejos, el que más exige en biosegurid­ad: mientras en Colombia solo un funcionari­o tenía el tapabocas mal puesto, en los puestos migratorio­s de Heathrow muchos operarios ni se molestaban en usarlo: “¡Ciudadanos de la Unión Europea en esta fila!”, “¡Ciudadanos norteameri­canos en aquella taquilla!”. Esos gritos que antes sonaban intimidato­rios, hoy, con labios expuestos, producen pavor.

En el aeropuerto de Toronto la soledad es abrumadora: terminales prácticame­nte vacíos, salas de espera con sus comedores atiborrado­s de tabletas de uso público encendidas con menús que nadie probará y redes sociales que no recibirán ni un like. Una escena de cine apocalípti­ca. En Reino Unido, donde 138.000 personas ya han recibido la vacuna a solo una semana del inicio de las jornadas de atención, su aeropuerto principal (uno de los más congestion­ados del planeta) recibe a los viajeros con una promesa: “Touchless experience”. Todo de lejitos. Por supuesto, el flujo de pasajeros es infinitame­nte menor al habitual, pero aquello del distanciam­iento social y la disciplina es complejo cuando confluyen tantas culturas.

Mientras espero mi llamado para abordar y volar a la provincia, veo en las pantallas de televisión a una reportera con la nariz como una cereza, golpeada por vientos helados, que entrevista a una mujer afrodescen­diente, indignada por el drama de las minorías étnicas de Londres: “¡Cómo es posible que no nos vacunen en mi comunidad antes de 2021!”. Esas no son penas, le responde mi inconscien­te. Suspiro. Le doy un sorbo al café que me acaba de servir un joven indio; ni él oyó qué café le pedí, ni yo supe por cuál pagué: malentende­r y hablar un idioma extranjero a través de un tapabocas es apenas un sobrecosto del alto precio de ser inmigrante.

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