Él ya no está
LLEVABA MESES VIVIENDO COMO SI el virus no existiera y apenas lo noté. No hablo de esquivar las medidas de seguridad, nunca salí sin tapabocas, no pasé más de 15 minutos sin enjuagar con alcohol mis manos y ni siquiera ajusté dos horas sin llevarlas a un lavamanos. Pero nunca temí morir. Por mi trabajo, mi cuarentena no fue estricta. Para hacer reportería tuve que salir con frecuencia en la capital, especialmente a sitios en los que se presentaron aglomeraciones, y tuve que viajar a varias ciudades que marcaban tendencia en cuanto a pico de contagios. Pero, repito, nunca temí morir. Hasta que murió él.
Pasé más de nueve meses sin conocer a una sola de las víctimas que se había llevado el COVID-19 hasta ese primer sábado de noviembre, cuando una amiga llamó a contarme que el hombre había muerto en una UCI. Él, que fue mi amigo y fue mi amante. Y al que después odié. Que se convirtió en una amenaza y con solo pensar en encontrármelo sentía cierto temor. Él, que me despertó tantas pasiones, ya no está. Y con él partió todo.
Colgué y sentí el mismo frío que se siente al pasar por los pasillos de lácteos de los supermercados. Al principio —egoísta como soy—, empecé a preguntarme si con su muerte el mundo ahora era, en un porcentaje muy milimétrico, más seguro para mí. Pero después —egoísta también— su muerte marcó mi propia vulnerabilidad: era de mi edad, sin enfermedades previas conocidas, y un estilo de vida ni de asceta ni de hedonista. Él tan parecido a mí o yo tan parecida a él. Pero ahora estaba muerto y yo también podía morir.
La extinción de su existencia, como última advertencia, me hizo percatarme de la fragilidad de la mía. Pregunté cuáles fueron sus síntomas. Me dijeron que pasó una semana bajo de fuerzas pero nada anormal, que al octavo día le inició una tos seca y que al noveno tomó un oxímetro de pulso y se midió con el sensor la cantidad de oxígeno que le circulaba. El nivel marcó muy por debajo del 94 % y él no estaba en una ciudad con mucha altura donde el aire es más ligero, su vida empezó a pender de un hilo en una urbe a 320 metros sobre el nivel del mar.
Al prever que su sangre estaba poco oxigenada, se fue a buscar atención médica de urgencia. Al décimo día lo ingresaron a una UCI y al siguiente lo intubaron, introdujeron un tubo en algún conducto de su organismo para abrirle camino al aire que ineficazmente estaba intentando entrar a sus pulmones. Pasó ocho días conectado a un aparato que respiraba por él y desconectado del mundo, ocho días ausente de sus seres queridos. El día diecinueve, solo, en la madrugada, murió.
¿Qué pensaría en esos días de conexión artificial? ¿Piensa uno cuando está al borde de la muerte, cuando todo esfuerzo vital se va en tratar de respirar? Yo sí pienso mucho en él. Ya no entiendo por qué alguna vez le tuve miedo. Hoy solo veo a aquel chico que fue amigo y que fue cómplice. Y no entiendo por qué le escribo. O tal vez lo hago por la misma razón que alguna vez enunció Alejandra Pizarnik: “Escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo […] Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos”.
Que tengan una feliz Navidad y que sepan reparar a tiempo sus heridas.
Luis Hernán Tabares Agudelo
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