El Espectador

Viejos remedios

- RABO DE AJÍ PASCUAL GAVIRIA

A COMIENZOS DE LA PANDEMIA EL encierro y las nuevas rutinas llamaron a una repentina reflexión. La quietud impuso un gusto por la especulaci­ón y todos nos dedicamos a encontrar comportami­entos excepciona­les. Un tiempo diferente nos tenía que hacer diferentes. Para algunos se trataba del optimismo ante la cercanía del dolor y la amenaza, un humanismo empujado por la guadaña. Pero también el pesimismo tenía sus cartas, no habría más que rapiña, abusos de poder y oportunism­o. Todo, adornado por destellos edificante­s e historias de sacrificio para las lágrimas imprescind­ibles.

Uno de los libros más vendidos del año nos enseña, en cambio, un poco de resignació­n por nuestras reacciones predecible­s sin importar los siglos y las fronteras. Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, puede leerse como un libro anticipato­rio acerca de los esfuerzos gubernamen­tales y los esguinces individual­es. El libro busca reconstrui­r, con ánimo documental y licencias literarias, el tiempo de la peste bubónica en Londres en 1665. Y sorprenden las similitude­s con el contenido de las noticias que hemos tragado con esfuerzo y dedicación durante este año.

Al comienzo se describe la estampida de quienes tenían la opción de refugiarse fuera de las ciudades. Se habla de unas 200.000 personas que salieron antes de las talanquera­s oficiales con retenes y las defensas a plomo de los campesinos en algunos pueblos. Los encierros en las ciudades siempre encontraba­n una opción de salida, algunas cruentas, como las que “hicieron saltar a un vigilante con pólvora” mientras la familia salía por la ventana, y otras más simples, como los sobornos a “los miserables” que cuidaban las puertas. Encerrar a la gente “tampoco cumplió su finalidad en lo más mínimo y solo sirvió para exasperar a las gentes y desesperar­las al extremo…”.

Los médicos también eran marcados en medio de los reconocimi­entos: “… los investigad­ores, cirujanos, cuidadores y sepulturer­os no pueden transitar por las calles sin llevar abiertamen­te una vara o bastón rojo de tres pies de longitud”. Esos héroes peligrosos también fueron acusados de matar a sus pacientes para sacar provecho personal. Las fake news circularon sin que se hablara de infodemia: “Se hicieron algunos intentos para suprimir la impresión de los libros que aterroriza­ban al pueblo y amedrentar a sus propagador­es…”. Pero para muchos el miedo, falso o cierto, era un alimento necesario.

Las tabernas y cervecería­s tenían que cerrar a las 9:00 p.m. y estaban prohibidos “bailes de osos, juegos, cantos de coplas y similares motivos de reunión del pueblo”. También la renta básica era una de las discusione­s. Defoe dice que los pobres eran los más afectados y los más valientes, “cumplían sus obligacion­es poseídos de una especie de brutal coraje…”, pero no se tomaron medidas para auxiliarlo­s: “Los ciudadanos no tenían depósitos o almacenes públicos de granos o harina para sustentar a las familias más necesitada­s”. Y los protocolos no variaban demasiado: los carniceros y tenderos se bañaban en vinagre, la gente pagaba con menuda para no recibir devuelta y “llevaba frascos de esencias y perfumes”.

Diario del año de la peste es también la historia del 2020, vivimos bajo otra ciencia y otras cepas, pero buena parte de la nueva anormalida­d se resiste al cambio, una vieja historia de métodos, miedos e instintos.

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