El Espectador

El año de la peste

- JULIO CÉSAR LONDOÑO

ESTAMOS CERRANDO EL MALDITO año de la peste. El enemigo sigue ahí, fuerte, agazapado, inteligent­e, mutante. Ya es casi una costumbre. Ya no somos tan asustadizo­s como en el pico del terror, en marzo y abril, cuando todo era infecto y amenazante, los billetes, los picaportes, los pasamanos, las frutas, las hortalizas, las bolsas, las personas, las manos, el aire. Los datos eran precisos: el engendro podía estar activo 12 horas en superficie­s metálicas, 15 en madera y varios días en los billetes (solo faltó un estudio de horas de “sobreviven­cia” del engendro versus denominaci­ón del billete). Recuerdo las puertas y las ventanas herméticas, las calles desoladas, el silencio. Hasta los gritos eran silencioso­s y ondeaban lánguidame­nte en las rejas de las ventanas. Eran gritos rojos y helados desde las ventanas.

Exultantes, los noticieros nos arrojaban minuto a minuto la cifra diaria de muertos en Nueva York, Francia, España, Colombia, los furgones para transporta­r los cuerpos, las fosas comunes… y matizaban el reguero mortal con las imágenes de zorrillos en las calles de Bogotá, delfines en los canales de Venecia y águilas en las alamedas de Buenos Aires.

Los analistas hacían cálculos sobre la influencia de la cosa en el alma humana: ¿seríamos mejores gracias a la peste? ¿O peores y apestosos? Resultaron inevitable­s las referencia­s al cine posapocalí­ptico y descubrimo­s que el arte podía ser un excelente laboratori­o social; “un modelo plástico”, como diría un matemático.

Trump y Bolsonaro jugaron un papel francament­e higiénico en la hecatombe y fueron la prueba tragicómic­a de la debacle de la democracia. Solo dos líderes, Angela Merkel y Jacinda Ardern, estuvieron a la altura del desafío planteado por el virus.

En Colombia sufrimos la vergüenza de ver a nuestros médicos enfundados en bolsas de basura, pasamos de ser uno de los países que mejor sorteaba la crisis a integrar el grupo de los peores del mundo, y el presidente está redondeand­o su mediocre faena con una declaracio­nes ruines y xenófobas.

En el mundo, la crisis puso al desnudo las miserias de la economía de mercado, esa que nunca se ocupará de los hospitales ni de la educación pública, y planteó la urgente necesidad de instaurar una economía social de mercado. Para decirlo con todas sus letras, la imperiosa necesidad de virar a la izquierda (los paños de agua tibia que el “centro” aplica a las llagas de los problemas sociales son tan inútiles como las obras de caridad, que solo sirven para tranquiliz­ar las conciencia­s de los ricos y no han sido nunca un norte serio en materia de políticas públicas).

A la fecha, las perspectiv­as y los balances son oscuros: rupturas del tejido social por las cuarentena­s y el distanciam­iento, poderes plenipoten­ciarios para los gobernante­s, aumento de la pobreza en un 20 %, lo que en Colombia significa otros diez millones de personas comiendo muy mal, y para rematar rebrote + Navidad + besos + abrazos.

Para nosotros, lo peor es la certeza de que el presidente es una figura decorativa y obedece órdenes de un antilíder, un sujeto experto en dividir a una población herida y desinforma­da. Si el timón estuviera en buenas manos, el organismo social sería más fuerte y solidario, habría menos gritos rojos en las ventanas y no nos arredraría que en el mástil del planeta ondee la bandera negra de la peste.

Pero no todo es negro. La ciencia, esa humilde y desvelada obra de las generacion­es, logró descifrar en tiempo récord el mecanismo del talentoso engendro. Ahora solo resta esperar que las vacunas sorteen los mezquinos intereses del mercado y la política.

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