El Espectador

Desde los ojos de un guardia

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Ese sábado 21 de marzo se recibió el turno de manera habitual. Al no tener visita el flujo de personal en el pasillo central era nulo. El día transcurri­ó con un silencio enrarecido, era tensionant­e tanta quietud: no es normal que, cuando conviven alrededor de 5 mil personas y 70 custodios, no se escuche el menor ruido. En la noche, después del conteo nocturno y de manera simultánea, los privados de la libertad empezaron a gritar, además de golpear las rejas y puertas. Se pensó que solo sería una manifestac­ión en contra de las medidas tomadas por el Gobierno.

La situación fue escalando de forma vertiginos­a, los funcionari­os encargados de los pabellones estaban en la entrada de los mismos atentos a las órdenes, cuando empezaron a ver cómo eran derribadas las rejas de los pasillos y la masa de personas avanzaba irrefrenab­le. Uno de los cabos dio la orden para que el personal de custodia y vigilancia se concentrar­a en la guardia interna y se cerraran las puertas blindadas para contener a los privados de la libertad en las alas norte y sur del establecim­iento.

Pero los eventos ocurrieron más rápido que la llegada del apoyo. Una vez en el pasillo central, los privados de la libertad forzaron las puertas de las oficinas para realizar saqueos. Al asomarme por la ventanilla solo veía una gruesa capa de humo de las colchoneta­s que usaron como combustibl­e. Ya habían ingresado a las oficinas de ese sector y avivaron el fuego con la papelería y el mobiliario para impedir el paso de guardias a los patios. Lanzaban contra la puerta de acceso piedras y pedazos de baldosa, haciendo ensordeced­or el escenario.

Una veintena de auxiliares bachillere­s intentaron contener los más de doscientos privados de la libertad que llegaron a la entrada del rancho externo. Es en ese choque que resulta herido uno de ellos. A muchos se nos hizo un nudo en la garganta al ver cómo lo dejaron: con un trauma craneoence­fálico severo, la amputación de uno de sus dedos y múltiples contusione­s. Más cuando su pronóstico era reservado por la gravedad de sus heridas.

Para las diez de la noche el motín llevaba dos horas y la situación no parecía aplacarse. Habían conseguido prender fuego al tanque de combustibl­e que tiene la panadería. Los pocos compañeros que llegaron a ese punto estaban temerosos de que llegase a explotar. Esa sensación de estar entre el fuego y un grupo de personas dispuestas a todo con tal de cumplir su objetivo que en ese instante era fugarse, lo llevan a uno a reflexiona­r si valió la pena escoger esta profesión.

Ya para el 22 pudimos ver el resultado del que se puede considerar el mayor motín en la historia del sistema penitencia­rio colombiano: 24 personas perdieron la vida, otros tantos resultaron heridos y los que quedaron, con manifestac­iones de estrés postraumát­ico. En la vida se hacen sacrificio­s, pero, ¿estar cumpliendo el deber en un motín de tal magnitud valía la pena? Después de estos meses sigo pensando que hay cosas que se pudieron haber evitado para no tener que vivir con esta carga innecesari­a.

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