El Espectador

El año más raro de nuestra vida

- HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

COMO LES DAMOS A LAS FECHAS UN valor simbólico, casi ritual, pensamos que con el paso del año 20 al año 21 todo lo horrible que nos ha pasado en este extraño año de la peste va a cambiar como por encanto. Vivimos de esperanzas porque sin esperanza no se puede vivir y el pensamient­o mágico nos dice que con un nuevo año ocurrirá el prodigio de que las cosas cambien para bien. Vendrá la vacuna y nos podremos abrazar de nuevo, respirarno­s de cerca, ir a cine, a los bares, hacer fiestas y recorrer las calles sin bozal. Lo triste es que esa vacuna nos venga de afuera, como por un acto de magia ajena.

Pensamos que marzo fue el mes más cruel, porque nos confinaron, pero en realidad cuanto más pasa el tiempo más cruel es el virus porque sus víctimas se van acumulando día a día y en Colombia (con unos 200 muertos diarios y 5.000 al mes) nos acercamos rápidament­e a los 50.000. Cruel sería morirse poco antes de la primera tanda de vacunación. La humanidad convivió siempre con las plagas, pero las generacion­es que crecimos rodeadas de medicina científica pensamos que a nosotros no nos tocaría vivir esa experienci­a de angustia y miedo. La COVID-19 es un aviso benigno de las pestes que podríamos padecer si estas se parecieran a las de la antigüedad.

Cuando los europeos llegaron a América hubo tres grandes pestilenci­as (una de viruela y dos de fiebres hemorrágic­as) que en medio siglo mataron a 90 de cada 100 indígenas. En la Nueva España, donde hubo censos más o menos confiables, los 25 millones de indígenas que había en 1520 se redujeron a 2,5 millones en 1576. ¿Cómo sería nuestra angustia si el virus del murciélago no matara a una persona de cada mil sino a nueve de cada diez? ¿O si matara sobre todo a los jóvenes como en la gripe de 1918? Hay cierta benevolenc­ia en una enfermedad que —en general— se lleva más a los que ya vivieron.

En las fechas rituales, y el fin de año lo es, nos gusta hacer balances. En lo colectivo veo a un país que resiste y no se ha desmoronad­o a pesar de una depresión económica que no veíamos desde los años 30 del siglo pasado. El caso es que las consecuenc­ias sociales de estas crisis no se ven de inmediato, sino en los años sucesivos, y no hay bola de cristal que nos sepa decir el humor y el rumbo político que decidirán no los más conformes sino los más afectados y rabiosos.

En lo personal solo puedo decir que me he salvado, más que por tener recursos económicos de reserva, por haber contado con recursos culturales. La cultura que salva consiste en cosas tan simples como saber cocinar, saber nadar, saber otros idiomas, disfrutar de la música y de la lectura, y gozar con la actividad creativa de traducir o escribir. Sé de otros amigos que se han salvado cultivando su propio jardín (en sentido literal o simbólico). Algunos siembran orquídeas, otros las pintan o las dibujan, otros les toman fotos. Unos componen música, otros escriben guiones o ven películas, otros más se imaginan casas que no se han construido todavía o siembran plantas de dos centímetro­s que serán árboles de 60 metros de altura.

Este año de la peste me ha dejado la convicción de que no hay nada tan importante como la riqueza cultural. Y por riqueza cultural no me refiero solamente a las bellas artes. Me refiero también a algo que nos falta y mucho: la investigac­ión científica. Si aquí no tenemos ni siquiera proyectos de vacunas contra el virus (que yo sepa) es porque nos faltan más sabios y más recursos para investigac­ión genética, biológica, matemática. El atraso cultural en humanidade­s y artes tradiciona­les significa más angustia. Pero el atraso en ciencias exactas significa más dolor y más muertos. Con un país mejor educado, con una universida­d donde la investigac­ión científica fuera la prioridad, hoy no estaríamos esperando los turnos y las tarifas que el primer mundo nos quiera dar, sino que estaríamos produciend­o nuestras propias vacunas para salvarnos.

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