La última escena
EL DESTINO SABE PERDER A LOS SERES humanos: alimentando su poder, adulando su vanidad, dándoles más de lo que merecen, deslumbrándolos con una idea exagerada de sus propios méritos. En las monarquías antiguas los gobernantes le contagiaban su estilo a los pueblos: Calígula hacía más perversa a Roma, Tiberio la hacía más cruel, Nerón la hacía más vanidosamente criminal, Vitelio la hundía en la gula. Hoy son a menudo los pueblos los que contagian su estilo a los gobernantes o ungen a aquellos que más se les parecen.
Todos en estos días deberíamos leer la “Declinación y caída del Imperio Romano” de Edward Gibbon, para tratar de entender lo que está pasando en esa madriguera en que se ha convertido la Casa Blanca, donde un hombre megalómano, delirante y desesperado trata de negar día a día las evidencias de su derrota y se aferra a los jirones de poder que todavía le quedan para seguir siendo el hombre más poderoso de mundo. El hecho sería cómico si no fuera tan trágico, y sería meramente conmovedor si no fuera tan peligroso.
También se parecían a la Roma imperial los últimos días de Hitler, en los que el dictador obsesionado con una victoria cada vez más imposible daba órdenes absurdas, impedía a sus generales cualquier repliegue táctico, cualquier maniobra prudente, y exigía avanzar sobre lo inestable y triunfar sobre lo inasible, tratando de mostrar todavía una ferocidad que era ya una mueca y un poder que era ya una ilusión, pero sacrificando todavía a millones de seres humanos, extremando el holocausto en la llamada “solución final” y reduciendo a Alemania físicamente a escombros.
En un país que no es una monarquía absoluta y que está lleno de contrapesos de poder, no le será fácil a este lunático destruir al mundo o destruir al menos a los Estados Unidos, pero lo está intentando. No es que pueda hacer locuras, es que las está haciendo, y cada vez se reduce más a un cerco de aduladores dispuestos a agradarle, ya sin el contrapeso de unas voces experimentadas y sensatas que él mismo ha ido apartando o que se apartaron a medida que los signos de la monomanía se intensificaban.
El presidente derrotado es un hombre débil que dedicó siempre buena parte de sus discursos a elogiar sus talentos y a celebrar sus supuestos éxitos. Según su propio dictamen nadie lo había hecho mejor, y toda contrariedad evidente, el cambio climático, la crisis social, la fractura histórica del sentido de comunidad, la mortandad de la pandemia, se esforzaba por negarla o borrarla con un superlativo.
La democracia tuvo tiempos mejores. El mundo se ha empequeñecido tanto que estos son hoy sus grandes hombres. Pero en este histrión patético se resume la frivolidad de una época, la ligereza de sus opiniones, la vulgaridad de sus sueños, la pobreza de sus convicciones y la vanidad de sus gestos. Ya se hizo visible en manos de quién estamos dejando la suerte del mundo y el timón de la historia.
Lo trágico para él es que a pesar de su riqueza la máscara del poder se le ha vuelto el rostro, y está viviendo la angustia de pensar que cuando se despoje de esa máscara se verá reducido a la condición de fantasma. Utilizó el poder real como si fuera una farsa: ahora no le quedará otro remedio que convertir la farsa en su único poder.
A partir del 20 de enero será un hombre pintoresco, un rey de burlas, que seguirá gritando hasta el último instante que le robaron el mundo, y ya no será peligroso porque no podrá evitar convertirse en su propia caricatura. Pero en este mes de la última escena se parecerá aun a esos emperadores desesperados que todavía trataban de humillar al imperio cuando las legiones adversas ya acampaban sobre Roma.
A medida que se reduzca el plazo su delirio se hará mayor. Los Estados Unidos deberían haber movilizado ya ante él sus recursos legítimos para tratar de contenerlo, porque todo lo que ha hecho en los últimos tiempos es abiertamente ilegal. Cuando decenas o centenares de demandas temerarias, que el mundo sabe que son un despropósito, han sido desestimadas por los jueces, la justicia debería empezar a exigir responsabilidades a quien las presenta: atentar por vanidad contra los fundamentos de un orden social debería tener alguna sanción.
Tal vez los Estados Unidos están suficientemente seguros de su estabilidad y de su institucionalidad y pueden esperar a que los pecados estén maduros para someterlos a sus leyes. Pero hay algo peligroso en este juego. Aquí el responsable no es solamente el histrión que ha recibido tanto poder y que se ha creído su fábula, también lo son la mayoría que hace cuatro años lo eligió, y esta época que tanto se le parece. Ahora solo nos conforta la evidencia de que los electores han sido capaces de reaccionar a tiempo.
En lo que ocurra con Donald Trump las semanas que faltan para su salida del poder, podrá ver el mundo su reflejo, y una advertencia, sin duda, de los peligros de su propia locura. El cántaro ha ido demasiadas veces al agua. El pastor ha gritado demasiadas veces que viene el lobo. El último aullido del coyote puede agrietar la luna.