El Espectador

Perú, el país ingobernab­le

- SONIA GOLDENBERG (c) The New York Times.

EN NOVIEMBRE, PERÚ TUVO TRES presidente­s en diez días. Uno de ellos duró seis días. Y no sabemos si el actual presidente interino, Francisco Sagasti, llegará hasta abril. Y si lo hace, ¿quién lo seguirá? ¿Mi país es ingobernab­le?

Perú ha vivido ocho golpes militares en el siglo XX. Pero en las últimas dos décadas, el país se había convertido en una democracia relativame­nte estable, con disminució­n en los índices de pobreza y un crecimient­o económico sostenido. Y, sin embargo, la corrupción se mantuvo profundame­nte enraizada. Cuatro presidente­s recientes estuvieron o están siendo investigad­os por acusacione­s de aceptar pagos ilícitos de Odebrecht.

Todos los esfuerzos de limpiar el pantano han terminado en caos. Y detrás de ese caos hay un enigma crucial: ¿Cómo combatir la impunidad cuando todo el sistema político está podrido?

En Perú, la guerra política alcanzó un punto crítico en los últimos tres meses. Nada estaba fuera de la mesa en la lucha por eliminar a los rivales políticos, incluidas nuevas formas de golpes de Estado. No había necesidad de usar a las fuerzas armadas cuando la Constituci­ón provee algunas lagunas convenient­es. Por ejemplo, la oposición en el Congreso puede vacar con rapidez a un presidente con la causal de “incapacida­d moral permanente”, un concepto ambiguo que podría referirse tanto a la aptitud mental como moral de un mandatario.

Pedro Pablo Kuczynski, un banquero de inversión retirado de Wall Street, fue elegido presidente en 2016 por un periodo de cinco años. Después de menos de dos años en el cargo, fue forzado a renunciar cuando iba a ser vacado por el Congreso. Keiko Fujimori, hija del expresiden­te Alberto Fujimori y líder del partido fujimorist­a, había sido derrotada en las elecciones presidenci­ales por un margen muy estrecho y se negaba a aceptarlo. Entonces, usó la mayoría de su bancada en el Congreso para destituir a Kuczynski acusándolo de corrupción. Aunque Kuczynski, de 82 años, no ha sido acusado formalment­e, ha permanecid­o en arresto domiciliar­io por más de dos años.

Así llegó al poder Martín Vizcarra, vicepresid­ente de Kuczynski, quien conspiró para destituir a su jefe. Al inicio, Vizcarra fue el peón de Fujimori. Pero, en nombre de una cruzada anticorrup­ción, destruyó al partido fujimorist­a. Sus índices de aprobación aumentaron y alcanzaron su punto máximo en septiembre de 2019, cuando disolvió el Congreso, una decisión radical que destruyó el equilibrio de poderes y aplastó a una oposición corrupta y desagradab­le, pero elegida democrátic­amente. Esto le permitió a Vizcarra gobernar por decreto durante más de seis meses.

El golpe fue justificad­o por progresist­as liberales y activistas anticorrup­ción como una medida necesaria para impulsar una reforma política. La corte más alta de la nación, el Tribunal Constituci­onal, aprobó la decisión en una votación de cuatro a tres. Después se celebraron elecciones legislativ­as y, en marzo, se instaló un nuevo Congreso, tan corrupto como el anterior.

En noviembre, los medios noticiosos locales publicaron reportajes en los que se acusaba a Vizcarra de aceptar supuestos sobornos de constructo­ras cuando fue gobernador de la provincia sureña de Moquegua. Siguiendo las leyes del karma, el Congreso lo destituyó. Unos días más tarde, un juez le prohibió salir del país por 18 meses a consecuenc­ia de las investigac­iones por corrupción en su contra.

Entonces, Vizcarra sorprendió a sus partidario­s al anunciar que se presentará en las próximas elecciones para el Congreso con un partido corrupto, cuyos integrante­s votaron a favor de su vacancia. Con su popularida­d ganada como un héroe anticorrup­ción, con cierta seguridad ganará la elección y llegará al Congreso. Y, adicionalm­ente, si resulta congresist­a, tendrá algunos años de protección legal para evitar ir a prisión, acogiéndos­e al privilegio parlamenta­rio contra el que luchó con tanto fervor cuando era presidente.

La cruzada contra la corrupción terminó en una farsa. Una desilusión para millones de ciudadanos que creyeron en Vizcarra; una señal de advertenci­a y una situación embarazosa para sus partidario­s incondicio­nales y los medios importante­s que apañaron a un caudillo corrupto que llevó al país al borde del abismo para su beneficio personal.

Hay una lección que podemos aprender de la debacle de Vizcarra. Los peruanos necesitamo­s conviccion­es democrátic­as firmes para evitar ser engañados por demagogos autoritari­os. Las élites liberales y nuestras figuras democrátic­as más respetadas deben liderar el camino. Los medios, la sociedad civil y los activistas que combaten la corrupción deben tener la humildad e integridad para reconocer el daño ominoso que han causado con su respaldo ciego a un charlatán oportunist­a que en dos años arruinó al país y destruyó los avances tan arduamente ganados en su camino al progreso y la estabilida­d.

Por casi dos décadas, la economía peruana creció a un promedio de 4,5 %. Durante el gobierno de Vizcarra, ese porcentaje disminuyó al 2,3 % antes de que la pandemia se extendiera, lo que causó una caída de 11,5 %, una de las mayores en la región. Los índices de pobreza, que se han reducido constantem­ente durante tres décadas, están aumentando de nuevo. Perú ha tenido durante meses una de las tasas de mortalidad más altas del mundo por la COVID-19.

En la sociedad peruana persisten profundas raíces autoritari­as. Alberto Fujimori se convirtió en un héroe nacional cuando desplegó tanques para disolver el Congreso en abril de 1992. Otro expresiden­te, Alan García, alcanzó sus mayores índices de popularida­d cuando en 1986, siguiendo sus órdenes, las fuerzas armadas aplastaron unas protestas en penales, en donde murieron alrededor de 300 prisionero­s que habían sido integrante­s de Sendero Luminoso.

Los diez días que sacudieron al Perú en noviembre son solo un pico dramático de la decadencia de nuestra clase política. No hay sistema que pueda sostenerse cuando su Constituci­ón es usada para propiciar el abuso de poder. Las institucio­nes están en ruinas. La presidenci­a ha sido denigrada y el Congreso no tiene legitimida­d. Los peruanos están desmoraliz­ados y hartos de políticos deshonesto­s que se traicionan unos a otros en medio de una pandemia letal.

Es por esto que miles de jóvenes peruanos llenaron las calles y se unieron a la manifestac­ión más grande del siglo. A diferencia de las protestas ciudadanas en Chile o Guatemala, las manifestac­iones en Perú fueron en buena medida pacíficas. Sin embargo, dos estudiante­s murieron en las protestas y 200 personas resultaron heridas por la represión policial. Pero en solo seis días, las marchas ocasionaro­n la salida de Manuel Merino, percibido ampliament­e como un presidente ilegítimo. Algunos manifestan­tes todavía están bloqueando las carreteras al norte, este y sur de Lima para reclamar mejores condicione­s de vida y salarios más altos. Recienteme­nte, otros cinco manifestan­tes murieron en enfrentami­entos violentos con la policía.

El sucesor de Merino, Sagasti, un prestigiad­o tecnócrata, espera durar lo suficiente para entregar el cargo al próximo presidente electo. En estas circunstan­cias, el 11 de abril —la fecha en la que están planeadas las elecciones generales— luce lejano.

Muchos peruanos han dicho que no están interesado­s en ninguno de los candidatos enlistados en las boletas en unos comicios que no ofrecen una esperanza tangible para mejorar la situación del país. ¿Quién puede culparlos? Tres candidatos presidenci­ales han sido acusados de corrupción o asesinato y 68 de los actuales 130 integrante­s del Congreso están siendo investigad­os por penas administra­tivas o criminales. Es un panorama desolador.

En las vísperas del bicentenar­io de la Independen­cia del Perú, la cuestión de nuestra gobernabil­idad democrátic­a ha empañado cualquier motivo de celebració­n. Construir las bases de una república democrátic­a sigue siendo una promesa elusiva.

Francisco Javier Cajiao G.

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