Parques nacionales sobrenaturales
EL HECHO DE QUE HAYA GRANDES porciones del territorio que retengan un régimen silvestre de funcionalidad ecológica no los hace “naturales” para nada, así la designación genere imágenes poderosas e inspiradoras de paisajes donde la flora y fauna viven libres y protegidas de los efectos de lo humano, generalmente letales para la biodiversidad. La razón es que las áreas protegidas son uno de los productos culturales más sofisticados de la civilización contemporánea, una invención reciente de la institucionalidad basada en la certeza de que hay límites a la expansión de nuestras actividades transformadoras del territorio. Las ciencias, las artes y las emociones nos lo dicen: aquello que no acabamos de comprender contiene muchos secretos de nuestra existencia.
Los parques nacionales y las demás áreas protegidas hacen parte de la infraestructura ecológica del país, llámese verde o no. Son el pilar de la seguridad biótica y por ello se requieren gigantescas áreas capaces de retener con integridad las condiciones funcionales de la vida, que a su vez garantizan el futuro en medio de la incertidumbre evolutiva y la expansión de lo humano. Son un activo de los servicios ecosistémicos que a veces vale la pena monetizar, a veces no y requieren un esfuerzo gigantesco por parte de la sociedad y el Estado para seguir existiendo. De allí que su administración sea uno de los actos de política más relevantes en cualquier gobierno, pues no es poca cosa garantizar la operación de una quinta parte del territorio bajo principios excepcionales de manejo (¡garantizar la mínima intervención…!) y en escalas de tiempo y espacio para las cuales casi nadie está acostumbrado a pensar.
En Colombia, como en muchos países, los parques “naturales” fueron producto de la inspiración colonial y racional anglosajona, unida con el espíritu estético de la modernidad y la casualidad: un país despoblado por las pestes y las armas rebrotó en el siglo XIX, permitiendo a Humboldt inventar una perspectiva única de la funcionalidad de la vida que con el tiempo se llamaría “ecología” y demostraría las bondades de la articulación entre la cultura y la biodiversidad, la semilla de lo que hoy consideramos sostenibilidad. Pero, hoy, nada hay más artificial que un parque “natural”, pues se necesitan miríadas de personas expertas en “administrar las distancias”, ingentes cantidades de dinero para crear el vacío monetario (no económico) que requiere la funcionalidad de lo silvestre que contienen, así como complejas normas para evitar su devastadora humanización o permitir la convivencia bajo estrictos umbrales operativos, como en el caso de los acuerdos con comunidades rurales dispuestas por tradición o ética a limitar las transformaciones ecológicas del territorio. De ahí que la propuesta de Juan Pablo Ruiz de equiparar la institucionalidad de las áreas protegidas de interés nacional a un modo de administración del “capital natural” similar al Banco de la República tenga todo el sentido: es impensable que haya una administración unipersonal de semejante poderío, creciente por demás en un mundo insostenible.
Afortunados hemos sido en Colombia de haber contado con personas excepcionales a la cabeza de la entidad rectora, pero los tiempos imponen un apoyo y responsabilidad colegiados para guiar el Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SINAP), la joya de la corona en un país que es la joya de la corona del mundo entero. ¡Un reto excepcional para la nueva administración! causa