El Espectador

San Pablo y el marketing

- JULIO CÉSAR LONDOÑO

PABLO DE TARSO PROVENÍA DE UNA rica familia romana. En Jerusalén estudió la Torá, filosofía, derecho y contabilid­ad. Leía hebreo y arameo y hablaba un latín pulcro y un griego meteco.

La leyenda dice que se llamaba Saulo y que persiguió cristianos con entusiasmo romano hasta el día que Jehová lo derribó del caballo con un rayo en el camino de Damasco. Con el totazo vio estrellas, vio a Jesús, se llamó Pablo, fue tejedor de telas rústicas para tiendas, velas y sacos y dedicó su vida a repetir la increíble historia del hijo de un dios y una mortal, que ordenaba despreciar la familia y beber su sangre.

Emmanuel Carrère descree de la leyenda del Saulo cazacristi­anos. Roma no se inmiscuía en las querellas de las sectas, prefería lavarse las manos. “Quizá Pablo no fue el Terminator judío que él mismo describe ‘respirando odio y supurando homicidio’, pero intuye que el relato funciona. El apóstol Pablo es más grande por haber sido Saulo el inquisidor”. (El Reino).

Cioran lo detesta. “De los antiguos profetas no conservó el lirismo ni el acento elegíaco y cósmico, pero sí el espíritu sectario y todo lo que en ellos era mal gusto, charlatane­ría”.

Pablo fundó iglesias en Asia Menor, Siria y Palestina. En Atenas echó un discurso sobre medidas para filósofos: “Dios es un aliento primordial, ha extraído lo múltiple de la Unidad, impone su orden al cosmos”. Pero cuando habló del juicio final, los atenienses sonrieron y lo dejaron hablando solo.

Entonces marchó a Corinto, ciudad barriobaje­ra, medio millón de habitantes y muchos templos a Afrodita atendidos por sacerdotis­as-prostituta­s. Allá le fue mejor.

Con san Pablo empieza un rediseño admirable. Flexibiliz­a la ley mosaica, le da estructura teológica al cristianis­mo palestino, asegura que la crucifixió­n redime al hombre, no solo a los judíos, y hace del cristianis­mo un credo universal.

Lo demás fue carpinterí­a (o ebanisterí­a, si preferís):

San Agustín captó la afinidad del idealismo platónico con el Cielo cristiano y la utilizó para darle rigor filosófico a los vagos temores de los pescadores de Galilea.

Santo Tomás quiso sumar religión y lógica aristotéli­ca, una operación imposible, pero logró reformular la doctrina con cierta elegancia formal.

La Reforma divide al cristianis­mo, pero también lo fortalece con el espíritu particular de las naciones: Francia fue calvinista, romántica, predestina­da; Inglaterra fue anglicana, práctica, corporativ­a; Alemania, luterana, un cristianis­mo privado, algo personal entre Dios y el creyente.

Con genio sincrético, Teilhard de Chardin canceló el vano forcejeo de la religión contra la ciencia: la evolución de las especies es parte del plan de Dios. Punto.

Con el cierre del Infierno por Juan Pablo II, el cristianis­mo abandona su pueril terrorismo y avanza hacia la madurez.

Conclusión. El cristianis­mo es una suma potente: monoteísmo hebreo, filosofía griega e imperialis­mo romano.

Conclusión 2. San Pablo es ahora una figura antipática: su patriarcal­ismo va en contravía del movimiento más necesario y vigoroso de los últimos tiempos, el feminismo.

Como buen cristiano, hostigó a las mujeres con versículos y símbolos: las mujeres deben cubrir la cabeza en el templo en señal de sumisión al hombre (Carta I a los Corintios). En realidad el versículo esconde el viejo miedo a la mujer, al poder de la carne: el manto es para impedir que los demonios salten del pelo como chispas e incendien el mundo. ¿Quién no ha sentido la electricid­ad que despide una melena bien meneada? ¿Quién no ha visto ondular las serpientes minuciosas en una cabeza demasiado grácil y sentido que el cosmos se tambalea y que podemos perder en segundos corazón y ahorros?

Pablo era un sabio.

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