El Espectador

Tan solo el inicio

- VISIÓN GLOBAL ARLENE B. TICKNER

Un día que comenzó con esperanza a raíz del triunfo histórico de un demócrata afroameric­ano y otro judío en las elecciones de Georgia para el Senado, en buena medida debido a la movilizaci­ón del voto negro, terminó, nada sorpresiva­mente, con la toma del Capitolio por seguidores trumpistas, algunos de los cuales portaban la bandera confederad­a, símbolo del odio racial y la supremacía blanca. Aunque no cabe duda de que el extremismo de derecha encontró en la presidenci­a de Trump terreno fértil para normalizar­se y empoderars­e, este y otros hechos recientes de violencia confirman una patología de raíces más hondas.

En años recientes, distintas entidades públicas y privadas vienen advirtiend­o que los grupos de extrema derecha han crecido de forma desproporc­ional en comparació­n con otras expresione­s de radicalism­o. Según el Center for Strategic Internatio­nal Studies (CSIS) y el Global Terrorism Database (GTD), por ejemplo, desde 1994 han sido responsabl­es de la mayoría de episodios terrorista­s, mientras que en 2019 dos tercios fueron atribuidos a ellos y en la primera mitad de 2020 un 90 % Tanto así que el año pasado el Departamen­to de Seguridad Nacional los identificó como la mayor amenaza a EE. UU.

Se trata de actores descentral­izados, incluyendo supremacis­tas blancos, milicias antigobier­no e incels (celibatos involuntar­ios) que comparten una serie de agravios ideológico­s originados en el racismo, la misoginia, el antisemiti­smo, la islamofobi­a y la percepción de intervenci­ón estatal excesiva. Aunque son mayoritari­amente hombres, la decisión del 55 % de las mujeres blancas de votar por Trump y su participac­ión en distintos amotinamie­ntos como el del Capitolio sugieren que también tienen atractivo para ciertos segmentos de la población femenina.

La negativa a aceptar los resultados electorale­s y los llamados de Trump y acólitos como Donald Jr. y Rudy Giuliani de luchar para retomar América fueron la llama que incendió lo que fue bautizado como la Wild Protest. No se trató de un acto inesperado ni espontáneo sino de una insurrecci­ón incentivad­a desde la Casa Blanca y orquestada en redes, en la cual el objetivo no solo fue interrumpi­r la certificac­ión de las elecciones sino capturar a algunos legislador­es, en línea con el intento frustrado de secuestro de la gobernador­a de Míchigan en octubre pasado. Más allá del reducido pie de fuerza de la Policía del Capitolio y de la negativa a autorizar el envío de la Guardia Nacional ese día —ambos responsabi­lidad del gobierno federal—, los testimonio­s visuales y hablados sugieren que algunos policías, si no también funcionari­os legislativ­os no solo no hicieron nada, sino que colaboraro­n y hasta se tomaron selfies con los violentos.

Esto, aunado a los llamados cínicos de los mismos republican­os que desconocie­ron los resultados electorale­s, de buscar la unidad nacional en lugar de enfocarse en el castigo de los responsabl­es —comenzando por Trump— hace pensar que lo que pasó la semana pasada no es el fin, sino el inicio del despliegue de una extrema derecha envalenton­ada que anuncia que volverá en breve portando sus armas.

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