El Espectador

Los caminos del subdesarro­llo

- ISABEL SEGOVIA OSPINA

PARA INICIAR EL AÑO DECIDIMOS salir unos días de la ciudad. La idea era hacer un paseo por carretera para recargar energía, disfrutar los paisajes del país y alejarnos de las aglomeraci­ones en las fiestas de fin de año. Llevábamos tanto tiempo sin viajar, que habíamos olvidado que organizar un paseo de este tipo en Colombia es desde su planeación una aventura (no siempre grata).

Originalme­nte pensamos ir al Valle del Cauca y al Eje Cafetero, pero cuando las reservas estaban hechas y el viaje listo, anunciaron el cierre del túnel de La Línea. Sí, ese túnel dos veces inaugurado con bombos y platillos que demoraron casi 20 años en construir. Si yo fuera parte del Gobierno, hubiera ordenado desmontar la placa casi de inmediato, no sólo por ilegal, sino porque la ejecución de la obra ha sido una verdadera vergüenza.

Escogimos entonces un nuevo destino: las lindas tierras boyacenses. La grata sorpresa fue encontrar que, finalmente, después de años de construida la autopista, se terminó la variante de Tocancipá. Difícil entender la jurisdicci­ón de las carreteras nacionales que obliga a los municipios atravesado­s por estas a construir su parte, algo que no sucede o pasa décadas después.

Pero si terminar una autopista de doble calzada en Colombia es un desafío incomprens­ible, ni hablar de conducir en ellas. Propongo incluir en las tramas de las tantas telenovela­s que ven los colombiano­s campañas educativas para que los conductore­s entendamos que el carril izquierdo por sí sólo no anda más rápido, sino que es para quienes van más rápido, y que en las vías de una calzada, cuando se maneja un carro lento, formando un monumental trancón, vale orillarse y dejar pasar. Recuerden que en las carreteras colombiana­s nunca se puede adelantar, no sólo porque en su mayoría son sinuosas, sino porque la línea doble es continua de principio a fin. Al parecer, a los contratist­as se les paga por la cantidad de pintura que usen.

En cambio, en las vías de entrada y salida de Bogotá, todo indica que está prohibido usar pintura. No sólo están en una situación deplorable, como la 13 y la autopista Norte, sino que no pintan una línea ni por accidente. El contraste entre la carretera y la calle de acceso, justo debajo del aviso de bienvenida a la ciudad, es lamentable.

Los controles de velocidad son otro tema. De un lado, unos radares en su mayoría escondidos, como si su objetivo fuera multar y no evitar que los conductore­s aumenten la velocidad en sitios de alta accidental­idad. Del otro, una incomprens­ible señalizaci­ón de los límites de velocidad. Frecuentem­ente, en menos de 100 metros cambia de 80 a 20 km por hora, bien porque no levantaron la señal anterior o porque a alguien le pareció.

La lista es interminab­le: ni hablar del precio y la congestión de los peajes, el estado de las carreteras, lo que demoran en arreglarla­s y sus sobrecosto­s, los absurdos trazados y nuestra pésima educación vial. Un país cuyo polo de desarrollo urbano se encuentra en el centro, en su parte montañosa, sin vías férreas funcionale­s, necesita carreteras en buen estado, bien planeadas y organizada­s. Son muchas las deudas sociales, políticas y administra­tivas que tienen los gobiernos colombiano­s, pero si hay una que muestra lo subdesarro­llados, incompeten­tes y corruptos que somos, es nuestra infraestru­ctura vial.

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