El Espectador

Una selfi con el bisonte del Capitolio

- CARLOS GRANÉS

EN UN PRINCIPIO PARECÍA UN HEcho pintoresco. Mientras el mundo entero padecía una misma realidad, la pandemia del COVID-19, pequeños grupúsculo­s decidían exiliarse a mundos paralelos donde no había virus. En lugar de aceptar lo que decían los científico­s, privilegia­ron todo tipo de teorías conspirati­vas. Sí, resultaba alarmante ver a tantas personas, incluso a famosos, transforma­das en feligreses de nuevas mitologías delirantes, convencido­s de que poderes invisibles querían controlarl­os, pero qué se podía hacer, era parte del espectácul­o del mundo contemporá­neo: material para un meme o para chistes en redes sociales.

De pronto, sin embargo, esos habitantes de otros mundos salieron de sus foros conspirano­icos y se tomaron el Capitolio de Washington. Y no lo hicieron espontánea­mente. Trump llevaba meses alentando su paranoia con teorías de un supuesto fraude electoral. El fenómeno adquirió entonces un semblante muy distinto. Empezamos a darnos cuenta de que estas realidades paralelas estaban forjando extremista­s y de que el gran impugnador de la realidad objetiva en los últimos años había sido el mismo Trump. Su guerra contra las fake news y su extraña teoría de los “hechos alternativ­os” no eran la fórmula de un iletrado para salir al paso de las críticas, sino una estrategia para convertirs­e en una fuente alterna de verdad.

Importaba a Estados Unidos un populismo que convivía muy bien con la posverdad y en el que Trump no era el único que se sentía cómodo. Por todas partes surgieron políticos sin credencial­es ni la más mínima capacidad de gestión, encantados de entablar guerras culturales y de abrir debates emotivos y feroces sobre nada. Una vez perdido el piso sólido de los hechos, quedaban el carisma y el poder de convencimi­ento, y muchos oportunist­as se alegraron. Ahora sí podían entrar al juego y hasta ganarlo. No necesitaba­n saber nada, sólo hacer lo mismo que Trump. Negarle toda legitimida­d al enemigo, demonizarl­o y convertirs­e ellos mismos en una fuente alternativ­a de verdad, no supeditada a intereses espurios. ¿Cuál verdad? La que importaba, la del pueblo que ellos mismos animaban a mudarse a esa trinchera conspirano­ica desde donde luchar contra Washington, contra las élites, contra los poderosos o contra lo que fuera.

Esa ha sido la dinámica política mundial de los últimos años y sus consecuenc­ias más espectacul­ares las vimos cuando esa horda de fanáticos, convencido­s de que Trump iba a salvar al mundo del comunismo y de la pederastia y del satanismo, lanzó su caricature­sca y mortífera intentona de golpe. Muy rápido habíamos pasado del gobierno de los tecnócrata­s al gobierno de los histriones de tertulia y de reality show. Si aquello parecía nocivo porque supeditaba la decisión política a la racionalid­ad económica, esto ha resultado peor. Está supeditand­o la política a la emoción tribal, a la verdad fraguada por el líder que sí dice la verdad y a la superiorid­ad moral que da enfrentars­e al satanismo, al heteropatr­iarcado, a la Unión Europea, a las farmacéuti­cas, al castrochav­ismo, al colonialis­mo o a cualquier otro monstruo invisible que ofenda y oprima a los de mi tribu.

De manera que no, aquel hombre disfrazado de bisonte que irrumpió en el Capitolio no era un simple freak, era el síntoma por excelencia de nuestro tiempo.

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