Las vacunas (y ciertos vacunos)
HAY CONSPIRACIONES REALES: LOS carteles del azúcar, los cuadernos, los pañales y la telefonía son ejemplos conocidos y documentados de conspiraciones tramadas por los magnates del mercado, dinamitando al paso las reglas del libre mercado, el sueño de cualquier terrorista de izquierda.
Y hay conspiraciones delirantes, como esa de que el alunizaje de la misión Apolo 11 fue filmado en Hollywood, sin que los rusos chistaran, o que las Torres Gemelas fueron implosionadas en una operación de ingeniería diabólica que involucró a miles de personas discretísimas que se llevarán el secreto a la tumba.
Los antivacunas pertenecen al grupo de los delirantes: la pandemia no existe, es un engendro del poder neoliberal para sofocar las manifestaciones populares de finales del 2019, y de los laboratorios para bañarse en oro e inocularnos un chip para controlar nuestra mente. Por favor… el poder neoliberal es capaz de cualquier cosa, pero no llega al extremo de tirarse todos los negocios del mundo y pegarse un tiro en el pie. Los escrúpulos morales de los laboratorios están en fase I de diseño elástico, es verdad, pero por fortuna ese superchip todavía pertenece al mundo de Black Mirror.
(La mejor ironía sobre el tema la vi en un meme: “Ojalá la vacuna traiga un chip que controle mi vida porque yo no he podido”).
Hay prevenciones reales, claro. Por ejemplo, la rapidez con que se han desarrollado las vacunas contra el COVID-19 genera sospechas, pero hay que aceptar que la ciencia médica no había soportado nunca tanta presión ni había tenido la capacidad que tiene hoy. Es verdad que los laboratorios no ofrecen garantías absolutas, pero hay que recordar que las garantías de los médicos, como las de los sacerdotes, han sido siempre muy limitadas.
Con todo, las vacunas modernas son mucho más específicas y están mejor dosificadas que las antiguas, que nos libraron, sin embargo, de la polio, la viruela y la tuberculosis.
En cualquier caso, hay que evitar histerias como las de las niñas de Carmen de Bolívar, que se desmayaban en grupo, como los fieles de las iglesias cristianas, al recibir la vacuna contra el VPH, lo que provocó una caída del 80 % en la vacunación del país en 2015.
Las dudas de la opinión pública sobre la capacidad y la transparencia del Gobierno para manejar la crisis del rebrote están plenamente fundadas. El Gobierno destinó muchos recursos a las IPS y EPS privadas pese a que tenían excedentes metálicos porque solo estaban atendiendo urgencias y COVID. No fue capaz de ampliar la capacidad UCI del Sistema Nacional de Salud Pública ni de mejorar las deplorables condiciones de los trabajadores de la salud.
Las últimas declaraciones del minsalud van de la vacilación al mutismo. En diciembre dijo que la vacunación comenzaría en enero, luego dijo que en febrero, ahora asegura que nunca se comprometió con fechas y se niega a dar información sobre los contratos con los laboratorios y los costos de la logística, almacenamiento, distribución e inmunización. Dice que son asuntos de “seguridad nacional”.
La compra de las vacunas se le encargó a la Unidad para la Gestión del Riesgo de Desastres, en realidad un desastre de unidad, cuestionada por casos de corrupción y esféricamente inepta, como lo demostró en la tragedia de Providencia.
Este Gobierno pasará a la historia como el enterrador de la paz (para muchos el gran logro de Duque), por su indolencia frente a las masacres, su arrogancia frente a la protesta social, su altanería para poner en cargos sensibles a los sujetos menos indicados y el desprecio por la unidad nacional. Ahora hace méritos para ser el país que enfrentó con insuperable torpeza los retos de la pandemia y el rebrote.