El Espectador

La búsqueda de un tupamaro en Colombia

- CAROLINA ÁVILA CORTÉS cavila@elespectad­or.com @lacaroa08

Medio siglo después de que su familia uruguaya le perdiera el rastro, la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desapareci­das tiene pistas para hallar en Colombia los restos del guerriller­o tupamaro José Washington Rodríguez.

José Washington Rodríguez perteneció al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros y tuvo que salir exiliado dos meses antes del golpe de Estado en Uruguay, en 1973. Llegó a Colombia a integrar el M-19 y aquí falleció. Su caso está en la Unidad de Búsqueda de Desapareci­dos.

Cuando era niña, María José Rodríguez Lahourguet­te acompañó a su mamá, Nilda, a una marcha por los detenidos desapareci­dos de la dictadura en la Avenida 18 de Julio, una de las vías principale­s en Montevideo (Uruguay). Cuando le preguntó qué hacían allí, ella le contestó que estaban acompañand­o a la abuela de Alejandro y Fernanda, dos de sus compañeros de la escuela que tenían sus papás desapareci­dos.

Pero descubrir la verdad que había detrás le tomó algunos años y muchos silencios. En realidad, María José y Nilda asistían a estas marchas, tan comunes durante las décadas de los setenta y ochenta en las dictaduras en el cono sur de América Latina, porque su padre, José Washington Rodríguez Rocca, era también un desapareci­do.

María José nació el 10 de diciembre de 1973, seis meses después de que se diera el golpe de Estado en Uruguay por parte de las Fuerzas Armadas y el presidente Juan María Bordaberry. Ella creció en medio de una dictadura cívico-militar y con el silencio de su mamá como una forma de protegerla. Hablar durante esos años de que su padre era guerriller­o del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN) significab­a la prisión, la desaparici­ón forzada, el exilio o la muerte.

A sus 12 años, en 1985, terminó la dictadura y empezaron a surgir las respuestas. En su adolescenc­ia su madre le contó la historia de cómo José había desapareci­do de sus vidas. “No fue fácil para nada. En la cabeza de una adolescent­e, en esa edad que hay mucha bronca y rebeldía, me pasaba que no lo podía conversar con nadie, no lo podía exterioriz­ar. Era tal el silencio y el hermetismo en mi familia, que no nos permitíamo­s asumirlo”, recuerda María José.

José pasó a la clandestin­idad el 8 de junio de 1972, cuando las Fuerzas Conjuntas fueron a preguntarl­o a su casa. Un familiar llegó hasta la Fábrica Uruguaya de Neumáticos S. A., donde trabajaba, y lo alertó para que no regresara. Desde ahí decidió alejarse de su familia y amigos para convertirs­e en un perfecto desconocid­o en su país y sobrevivir.

Nilda y José se conocían desde el barrio. La relación comenzó también en los setenta. Ella sabía que él estaba en el Movimiento, que era un militante de base, de los comandos de apoyo para cualquier actividad que hicieran los Tupamaros contra el gobierno. En tiempos de clandestin­idad, acordaban con sigilo un punto de encuentro. O él la llamaba o le mandaba la razón con alguien. Y entonces el día del encuentro José llegaba con el pelo teñido, bigotes y gafas para no ser reconocido.

El MLN surgió formalment­e en 1965 en respuesta a las diversas manifestac­iones populares, sindicales y obreras en contra de las políticas económicas del gobierno uruguayo. A comienzos de los 70 lograron las fugas de prisionero­s políticos en varias cárceles, aumentaron los homicidios y los secuestros, y con esto también creció la represión de las fuerzas estatales. Poco a poco se fue desarticul­ando la organizaci­ón:

en 1972 capturaron a la dirigencia de los Tupamaros y otros fueron al exilio.

José formó parte de este último grupo. El 13 de abril de 1973 salió de Uruguay hacia Mendoza (Argentina) bajo del nombre de Juan Edgardo García Pazos. De allí cruzó a Chile, luego a Cuba y finalmente terminó en Colombia, a comienzos de los ochenta, para integrar la guerrilla del M-19.

“El día que mi papá es obligado a abandonar Uruguay, mi mamá lo acompaña al aeropuerto internacio­nal de Carrasco. Mi papá le dice textual: ‘Vendé el tocadisco que en una semana te vengo a buscar’. A partir de ahí ella pierde el contacto con él”, cuenta María José. Y agrega que ella lo esperó, pero llegó el momento en el que tuvo que hacer su vida. “En la medida en que pudo intentó averiguar por él, pero había temas que no se podían hablar. Tenía que resguardar­nos de alguna forma”.

El vacío de la figura paterna siempre la llenó de preguntas. Desde joven empezó a organizar un rompecabez­as con la vida de su padre: quién fue él, cómo era, qué tal era su personalid­ad, qué ideales tenía. Dice que nunca lo ha juzgado por sus decisiones, al contrario, tiene un profundo respeto por sus conviccion­es.

A sus 20 años, como empleada de la Universida­d de la República, María José conoció a una mujer del MLN que había estado exiliada en Suecia. “A partir de ese día me propuse llegar hasta el final en su búsqueda. Siento que mi papá no merece quedar en el olvido, que no se puede dar vuelta a una hoja que es muy pesada. Pude hacer mi familia y con mis hijos entendí todo lo que me perdí o lo que no tuve. Y duele, pero trato de calmar ese dolor buscando respuestas”.

La mujer la vinculó con Raúl Olivera, coordinado­r del Observator­io Luz Ibarburu, una red de organizaci­ones de la sociedad civil que se encarga en Uruguay de monitorear el cumplimien­to de una sentencia de la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos con relación a los delitos cometidos en la dictadura. Ambos pudieron dar con la ruta que José tomó luego del exilio hasta su llegada a Colombia. Fue un trabajo de años y muchos obstáculos.

“Respaldo del Estado no ha existido. En todos los casos relacionad­os con la violación a los derechos humanos, salvo en los últimos años, ha habido total ausencia. José no es considerad­o víctima del terrorismo estatal ni tampoco está dentro del registro de desapareci­dos reconocido oficialmen­te, solo se reconocen los que fueron desapareci­dos por acción directa del Estado o por complicida­d. Si el Estado no se ha preocupado por los desapareci­dos acá en Uruguay, difícilmen­te se ocupará de otros casos fuera del país”, sostiene Raúl Olivera.

De acuerdo con la organizaci­ón Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desapareci­dos, la dictadura dejó 197 casos de personas de las que no se sabe su paradero. Pero claro, así como lo señala Olivera, hay un subregistr­o. En Colombia esa cifra es superada de lejos. La Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desapareci­das (UBPD) estima que son más de 120.000 las y los colombiano­s desapareci­dos a causa de un conflicto armado de más de 52 años.

En 2015, a través del hijo de otro uruguayo desapareci­do en Colombia, María José entró en contacto con un grupo de exguerrill­eros del M-19. Varios le contaron que su padre había logrado sacar cédula colombiana bajo el nombre de Rubén y que se unió a esta guerrilla entre 1977 y 1978, en Cali. Otro le dijo que lo había visto en Bogotá en 1980 junto a su pareja colombiana y su hija. Así fue llegando hasta Héctor*, un campesino que estuvo en el M-19 durante siete años, hasta 1982, cuando se acogió a la amnistía presidenci­al de Belisario Betancur.

“José fue un estafeta en la organizaci­ón. Era el que llevaba los casetes y mensajes, y volvía cada ocho o 15 días a nuestro campamento. Él se podía movilizar sin ningún problema por todo el país porque tenía sus papeles al día. Con él nos conectamos mucho. Él siempre me cambiaba cigarrillo­s por galletas”, describe Héctor.

En 2019 le contó a María José que su padre falleció en un operativo militar a comienzos de 1982, en un departamen­to al surocciden­te del país**: “Era un campamento provisiona­l en el que llevábamos dos días. Llegó el Ejército y nos disparó a ráfagas. Ahí cayó él, cuando volteé a mirar estaba como a cuatro o cinco metros y me di cuenta de que no había ninguna salvación, porque las tres ráfagas que le dieron era con pura bala explosiva, esa que entra y explota dentro del cuerpo”.

Según Héctor, junto con dos compañeros, tuvieron tiempo de cavar hueco y enterrarlo al lado de un árbol de caucho: “Lo tapamos y salimos corriendo porque el Ejército nos estaba encerrando. Éramos 22 y nos dividimos en el monte. Luego algunos campesinos nos dijeron que los militares habían llegado hasta el campamento y que levantaron todo, hasta los tres huecos que usamos de letrina, para guardar la basura y donde enterramos a José Washington. Nosotros tenemos la duda de si lo volvieron a tapar, si lo dejaron destapado o si se lo llevaron para el batallón”.

Para María José y Nilda enterarse de la muerte de su padre fue una mezcla de sentimient­os. De cierta forma les dio tranquilid­ad, porque eso significó que él no las abandonó. “Lo que creemos es que murió por lo que quería, en la lucha por la igualdad y la justicia. Quizás es el consuelo del tonto, pero es así”, justifica.

Nunca ha visitado Colombia. La búsqueda la ha hecho con el apoyo de la Fundación Hasta Encontrarl­os, la organizaci­ón que ha seguido el rastro de José en el país y que el 11 de julio de 2019 le presentó a la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desapareci­das una solicitud de búsqueda del uruguayo.

En febrero de 2020, Hasta Encontrarl­os y Héctor confirmaro­n el sitio donde fue enterrado, es decir, que el árbol de caucho y las señales que recuerda Héctor siguieran intactos. Esta informació­n se la entregaron a la Unidad y el 8 de diciembre de 2020 fue una comisión territoria­l a hacer la verificaci­ón del sitio.

Hoy hay dos opciones: que el cuerpo de José Washington siga enterrado en ese sitio y pueda ser recuperado o que efectivame­nte militares lo hayan sacado del lugar. En las dos vías tiene que trabajar la UBPD para darle una respuesta a María José. Ella está a la espera de una pronta reunión para definir la fecha en la que se hará la prospecció­n del cuerpo, pero espera que sea en febrero. En caso dado de que el cuerpo no esté, la Unidad tendrá que acudir a informació­n del Ejército de la época para dar con el lugar donde fue enterrado.

Los primeros signos para identifica­r el cuerpo de José serían la hebilla en forma de ancla que llevaba ese día y, recuerda Héctor, la incrustaci­ón de oro que tenía en el diente incisivo derecho o la falta de un dedo que le fue mutilado en la mano izquierda. “Mi mamá no sabe lo que se viene, se quedó solamente en la petición que le hice a la UBPD, pero no sabe del lugar y la prospecció­n porque ella ya es de edad y es injusto crearle expectativ­as. Para ella todo esto ha sido remover algo que tenía guardado, pero no ha sanado”, sostiene.

La UBPD busca en Colombia a 15 personas de nacionalid­ad extranjera desapareci­das posiblemen­te por el conflicto armado. Diez de ellas son hombres, tres mujeres y dos personas de sexo desconocid­o. Ocho son ecuatorian­as, dos venezolana­s, una israelí, una marroquí, una peruana, una dominicana y una uruguaya.

De estar vivo, José Washington tendría 79 años. “A mí me hubiese gustado encontrarl­o vivo para que supiera que por lo que se sacrificó, luchó y peleó en Uruguay dio frutos. Tuvieron que pasar 40 años para que la izquierda en mi país, y no solo con José Mujica, encabezara el gobierno”.

María José está escribiend­o un libro de un solo ejemplar para dejárselo a sus hijos, de 19 y 13 años, por si ellos en algún momento quieren recurrir a su abuelo. Ahí podrán encontrarl­o. Le ayudó a encajar muchas piezas del rompecabez­as, descubrir la infancia y vida de su padre a través de quienes lo conocieron. Terminar el libro le llevará un rato más, ya que espera el resultado de la búsqueda en Colombia. “Quiero que la última frase del libro sea ¡Lo logré!”.

››La solicitud para hallar a José Washington le llegó a la Unidad de Búsqueda de Desapareci­dos el 11 de julio de 2019. El 8 de diciembre de 2020 una comisión fue a verificar el sitio donde estaría enterrado, al surocciden­te del país.

*El nombre fue cambiado por seguridad **Nos abstenemos de revelar el sitio para no interferir en la búsqueda de su cuerpo.

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/ Archivo Particular María José Rodríguez ha hecho la búsqueda desde Uruguay. Acá ha encontrado el apoyo de organizaci­ones sociales.

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