El Espectador

Censura de Twitter

- HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

GUARDAR SILENCIO FORMA PARTE de la libertad de expresión. Es más, creo que, por defecto, la libertad se manifiesta como una forma de inacción: no hacer nada, no decir nada, no intervenir, no expresarse, no opinar, estar quieto, callado, como muerto. El derecho al No, me parece, es fundamenta­l. A no beber, a no votar, a no fumar, a no abrir la boca, a no decir lo que pienso. Muchas veces, en este espacio que tan generosame­nte me cede El Espectador, hubiera querido publicar una columna en blanco, una columna sin palabras. Como aquel maravillos­o personaje de Melville, “Bartleby, el escribient­e”, que un día resuelve no volver a copiar lo que se le pide que pase en limpio y responde siempre: “I would prefer not to”, “Preferiría no hacerlo”, y no lo hace.

En estos días se discute mucho si Twitter, Facebook, Instagram, YouTube, etc., tenían derecho o no a bloquear y silenciar las cuentas de Donald Trump. Si unos cuantos empresario­s (a veces uno solo) pueden decidir por su cuenta quién miente, quién dice la verdad, quién cumple o viola las políticas de su red social, quién con sus palabras incita a la violencia, azuza a las turbas, llama a la insurrecci­ón.

La idea de censura y libertad de expresión en las sociedades de tipo liberal pasa por la división entre lo público y lo privado. Se supone que el Estado no puede coartar mi libertad de expresión, pero ningún medio privado de comunicaci­ón (o ningún dueño de redes sociales) está obligado a garantizar la libre expresión de los ciudadanos. Me explico: no hay censura si El Espectador decide no publicar esto que estoy escribiend­o, bien sea porque no está de acuerdo, porque le parece falso o, incluso, simplement­e, porque no le da la gana. Censura sería solamente cuando el Estado obliga a El Espectador a no publicar mis opiniones.

Los privados se atienen al juicio de los ciudadanos, que están de acuerdo o no con sus decisiones, y celebran o rechazan lo que hacen, lo cual se ve reflejado, en el caso de un periódico, en sus lectores o, en el caso de una red social, en sus usuarios. En estos días ha habido una gran migración de WhatsApp a Telegram y a otros servicios de chat, solo por un cambio en las políticas de privacidad de la primera. Es la ciudadanía, se supone, la que resuelve según el libre mercado, cuándo una empresa actúa bien o no. El problema está en ciertas empresas privadas que prestan un servicio público, un servicio social, y entre ellas están las universida­des, los periódicos, las redes sociales, los hospitales, el transporte, etc. Este tipo de empresas, creo entender, tienen responsabi­lidades distintas a las que fabrican sillas o zapatos. ¿Pero cómo regularlas sin que la intervenci­ón estatal constituya, precisamen­te, el tipo de censura que se pretende evitar? Es un problema, francament­e, para el que no veo ninguna solución satisfacto­ria.

Y al no ver una solución satisfacto­ria, vuelvo al principio: al derecho al silencio. El derecho a no opinar porque uno no tiene una regla general que nos proteja no solo de aquellos a quienes odiamos (como es mi caso con relación a Trump), sino que también proteja, al mismo tiempo, a aquellos con quienes estamos de acuerdo. ¿Qué regla puede haber que garantice que no silencien a Obama si al mismo tiempo permite que silencien a Trump? ¿Qué regla que proteja a los científico­s y censure a los charlatane­s si no existe un tribunal supremo de la verdad que decide qué es ciencia y qué es charlatane­ría?

Tengo todavía un párrafo para llegar a los 4.000 caracteres exactos que suelen tener mis artículos dominicale­s. Voy a dejar este párrafo en blanco, en silencio, para que lo llenen ustedes, porque no tengo una respuesta y no soy capaz de llenarlo con una opinión de la que esté convencido.

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