Los pájaros
HACE DOS MESES VIVO CON MIS PAPÁS en un apartamento en Bogotá. Desde la ventana de mi pieza veo el parqueadero y algunas entradas de una clínica en Bogotá. En los días larguísimos de la espera y la cuarentena se apilonan los carros en las aceras. Se bajan las mujeres y los hombres cansados. En puestos de tinto organizados en aceras con pasto se venden cigarrillos al detal. Fuman todos y todas e incluso los que venden los cigarrillos y las enfermeras que salen a veces con alguna felicidad por el final del turno. En algunas mañanas sale gente triste. La forma de caminar o de sentarse en las aceras de las personas delata el puro terror que despierta la enfermedad de los seres queridos en todo el cuerpo.
Mientras escribo la columna se informa que la clínica no tiene más camas disponibles en la Unidad de Cuidados Intensivos.
Suena poco en estos días. Las voces de los hermanos venezolanos contando que no consiguen lo del día. Suena también la patrulla espantando los carros, a veces un altavoz desde la patrulla informando cosas que no se entienden. Por entre los sonidos de la desolación hay algunos que son constantes y diarios. Pase lo que pase, los copetones, que parecen adorar esta ciudad, cantan en los árboles que rodean la clínica y los que fueron sembrados frente a cada edificio. Los veo tan cerca sin miedo de meterse por entre las ramas que tocan las ventanas y miran de frente a la gente que está adentro. Con un sonido como de quien pasa saliva, la paloma marroncita o abuelita se acomoda también en las ramas y hace nido con su pareja. A diferencia de otros, las abuelitas aumentan mientras Bogotá se calienta. Vienen las mirlas casi a toda hora, en lluvia, calor o pandemia. Con el mejor canto, este pajarito tiene, sin embargo, mala fama por sus plumas negras.
Y pasan los sirilís. Estos son quizá los que más se han adaptado a la ciudad con su ritmo y sus charcos. Todoterreno, vuela por entre los postes de la luz que alumbran la entrada de urgencias. Se puede amañar tanto en ramas secas como en las antenas de comunicación y en el pasto así esté sucio, lleno de colillas. Se les hace al lado a las personas mientras entran y salen de la clínica: y no solo canta sino que hace sonidos muy particulares con el movimiento de las alas. Entre tantísima incertidumbre el vuelo del sirilí, el de hoy y de mañana, recuerda quizá que hay consuelo en la terquedad con que la naturaleza vuelve a comenzar.
Todo esto en la cordillera Oriental, la más ancha de Colombia y que abarca la sabana de Bogotá. Distintas son las cotidianidades de otros pájaros de la cordillera Central. Entre ellos los loros de orejas amarillas que viven solo en los bosques andinos húmedos de Colombia. Les gusta hacer nidos entre palmas de cera, que tienen sombra para esconderse y frutas para comer. Si no hay palma de cera no hay dónde vivir y para que no se talen estos árboles habría que sacudir las ramas de muchos intereses privados que en Colombia están frecuentemente armados con algunos ejércitos. Gonzalo Cardona, quien conocía mejor que nadie los vuelos de estos loros y coordinaba la reserva en que viven los pocos que sobreviven, fue asesinado la primera semana del año.
Ante la tristeza de defensores del ambiente y el territorio, el presidente Iván Duque no hizo ninguna mención. Mientras tanto los loros de orejas amarillas siguen presentes en la reserva (hay 2.895, según los cálculos de Cardona), reunidos, gregarios, criando a los polluelos de forma colectiva y en grupos de hasta 12. Su vuelo y supervivencia son a la vez testimonio de la barbaridad y ventana de esperanza por el futuro.