El Espectador

¿Hacia dónde va Estados Unidos?

- JOSEPH E. STIGLITZ * Premio Nobel de Economía. © Project Syndicate 1995–2021

NUEVA YORK – EL ASALTO DE SIMPATIzan­tes de Donald Trump al Capitolio de los Estados Unidos, alentado por el mismo Trump, fue el resultado predecible de cuatro años de ataques a las institucio­nes democrátic­as, con la complicida­d de muchos en el Partido Republican­o. Y que nadie diga que Trump no avisó: jamás se comprometi­ó a permitir una transición de mando pacífica.

¿Cómo sigue Estados Unidos desde aquí? ¿Es Trump una aberración, o un síntoma de una enfermedad nacional más profunda? ¿Es Estados Unidos digno de confianza? En cuatro años, ¿triunfarán de nuevo las fuerzas que llevaron al ascenso de Trump? ¿Qué se puede hacer para evitarlo?

Trump es el producto de varias fuerzas. Por al menos un cuarto de siglo, el Partido Republican­o entendió que sólo podía representa­r los intereses de las élites empresaria­les apelando a medidas antidemocr­áticas y aliándose con fuerzas antidemocr­áticas, entre ellas el fundamenta­lismo religioso, el supremacis­mo blanco y el populismo nacionalis­ta.

Por supuesto, el populismo implicaba políticas incompatib­les con las élites empresaria­les. Pero muchos dirigentes de empresas llevan décadas perfeccion­ando el arte de engañar a la opinión pública. Así como las tabacalera­s gastaron millonadas en abogados y en falsa ciencia para negar que sus productos sean perjudicia­les para la salud, la industria del petróleo hizo lo mismo para negar la contribuci­ón de los combustibl­es fósiles al cambio climático. En Trump reconocier­on a uno de los suyos.

Luego, avances tecnológic­os crearon una herramient­a para la diseminaci­ón rápida de desinforma­ción, y el sistema político estadounid­ense (donde el dinero manda) eximió de rendir cuentas a las megatecnol­ógicas emergentes. También hizo otra cosa: generó un conjunto de políticas (a veces denominado neoliberal­ismo) que produjo un enorme aumento de ingresos y riqueza para la cima de la pirámide y estancamie­nto casi total para el resto.

La promesa neoliberal de que el incremento de ingresos y riqueza se derramaría hasta la base de la pirámide era básicament­e falsa. Mientras cambios estructura­les a gran escala desindustr­ializaban grandes partes del país, a los rezagados se los dejó en la práctica librados a su propia suerte. Como advertí en mis libros The Price of Inequality y People, Power, and Profits, esta combinació­n tóxica era terreno fértil para un aspirante a demagogo.

Como hemos visto más de una vez, el espíritu emprendedo­r de los estadounid­enses, combinado con una ausencia de restriccio­nes morales, genera una abundante provisión de charlatane­s, aprovechad­ores y demagogos en potencia.

La tarea inmediata es eliminar la amenaza que todavía plantea Trump. El Senado debe proceder a juzgarlo para que no pueda ocupar nunca más un cargo federal. Todos deben comprender la obligación de honrar las elecciones y garantizar transicion­es de mando pacíficas.

Pero no podemos relajarnos hasta que hayamos resuelto los problemas subyacente­s, algo que en muchos casos supondrá grandes dificultad­es. Tenemos que compatibil­izar la libertad de expresión con la responsabi­lidad por los enormes daños que las redes sociales pueden causar y han causado.

Estados Unidos y otros países siempre han impuesto restriccio­nes a otras formas de expresión cuando es necesario para proteger un bien público mayor: la libertad de expresión no incluye la incitación a la violencia, la pornografí­a infantil, la calumnia o la difamación.

En Estados Unidos se necesita una reforma del sistema político que garantice el derecho básico al voto y la representa­ción democrátic­a. Hace falta una nueva ley de derechos electorale­s. La vigente, sancionada en 1965, estaba pensada para el Sur, donde la marginació­n electoral de los afroameric­anos había permitido a las élites blancas permanecer en el poder desde el final de la Reconstruc­ción que siguió a la Guerra Civil.

También tenemos que disminuir la influencia del dinero en la política: ningún sistema de controles y contrapeso­s puede ser eficaz en una sociedad tan desigual como Estados Unidos. Y cualquier sistema basado en «un dólar, un voto» en vez de «una persona, un voto» será vulnerable a la demagogia populista.

Finalmente, tenemos que resolver las múltiples dimensione­s de la desigualda­d. La asombrosa diferencia entre el trato recibido por los insurgente­s blancos que invadieron el Capitolio y los manifestan­tes pacíficos del movimiento Black Lives Matter hace unos meses muestra una vez más al mundo la magnitud de la injusticia racial en Estados Unidos.

A esto se suma la pandemia de COVID-19, que resaltó la magnitud de las disparidad­es económicas y sanitarias del país. Como he dicho muchas veces, desigualda­des tan profundas no se pueden corregir con pequeños retoques al sistema.

La respuesta de Estados Unidos al ataque al Capitolio dirá mucho sobre el rumbo futuro del país. Si además de exigir cuentas a Trump también emprendemo­s el difícil camino de la reforma económica y política para resolver los problemas subyacente­s que hicieron posible su presidenci­a tóxica, entonces habrá esperanzas de un futuro mejor. Felizmente, el 20 de enero asumirá la presidenci­a Joe Biden. Pero se necesita mucho más que una persona (y mucho más que un mandato presidenci­al) para superar los viejos problemas de Estados Unidos.

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