La pasión por la lectura, la disciplina en la investigación y las anécdotas como escritor son algunas de las facetas con las que se recuerda a Ramón Illán Bacca.
La pasión por la lectura desde su niñez, la disciplina en la investigación, habilidad adquirida en sus años de ejercicio profesional como juez, así como anécdotas detrás de su trabajo como periodista y como escritor, son algunas de las facetas con las que
‘‘A mí me llama mucho la atención la Segunda Guerra Mundial, y este tema no se ha explotado casi en la literatura colombiana. En el interior del país no se tuvo nunca la vivencia, mientras que aquí en el Caribe colombiano, aunque muy esporádicamente, sí se sintió un poco la barbarie.
Ramón Illán Bacca
¡Ay, Ramón!, qué rápido pasó el tiempo en aquel café de Barranquilla. Fue en 2014 cuando nos conocimos -seguro no te acuerdas de mí, y está bien, así tiene que ser-. Recuerdo que estaba en quinto semestre de la carrera de periodismo y que tenía que hacer una entrevista acerca de un artista para una clase de redacción. Le pedí a una amiga, de un semestre más avanzado, que me regalara el número de teléfono de Illán Bacca para entrevistarlo. Después de varios días escuchando “sistema correo de voz”, por fin Ramón me contestó. Le comenté sobre mi tarea y aceptó verse conmigo un rato en un café.
El samario -de alma barranquillera- me habló sobre sus creaciones literarias, sí, porque las preguntas que le hice eran sobre eso. Y aunque de las palabras del autor de
Deborah Kruel siempre se aprende, hoy me arrepiento de no haber explorado más su mirada inquieta y desencriptado sus esporádicos silencios. Estoy arrepentida de no haberme aferrado a su aguda intuición y de no deleitarme un poquito más con sus diáfanos despistes.
¿Cómo surgió ese vínculo con la lectura y la escritura en la infancia?
Era un niño al que le gustaba leer, a pesar de los problemas con la vista. Son de esas cosas paradójicas que suceden en la vida: tenía problemas con los ojos, sin embargo, me gustó leer desde pequeño. Cuando me operaron de la vista, a los cinco años, le pedí a una tía que me contara la historia de El
príncipe feliz, un cuento de Oscar Wilde: el príncipe pierde la vista porque un ave le saca los ojos para repartírselos a los pobres. ¡Quedé fascinado con ese cuento!
Después estuve unos dos años en el seminario, pues no había mejores colegios en ese momento en Santa Marta. No estuve allí porque quería ser cura. Allá las lecturas eran obligatorias; libros sanos, por supuesto. Seguí en ese afán de leer, realmente fui un lector. Leo bastante, me gusta leer.
En cuanto a lo de escribir, siempre lo he dicho: empecé escribiendo las cartas en mi casa para pedir plata. Eran cartas que gustaban mucho; se las repartían y las leían entre todos. Les parecían muy divertidas. Pero eso no resultaba porque no me daban más plata. El primer intento fracasó.
¿Qué fue lo que lo motivó a añadirles la sátira, el humor y el misterio a sus textos?
Creo que eso sí ya es algo que sale, es decir, hay gente que escribe serio, es su modo de ser, es su temperamento. El temperamento mío, posiblemente, es un poco de lo que llamo “miradas bizcas”; veo siempre el lado jocoso de la realidad, el lado divertido, ese lado burlón. Con mucha frecuencia es lo que miro, es mi primer punto de vista. A veces la gente no nota el lado serio de lo que estoy diciendo con humor.
Nunca pensó en ser detective o policía en la vida real, porque sabía, quizá, que disfrutaría más inventar historias sobre dichos oficios…
Cuando uno es juez (estudié derecho) de todos modos le toca investigar, sobre todo cuando se es juez de instrucción municipal. Tenía que recabar las primeras pruebas para todo juicio que se tuviera. Uno ahí tiene una labor detectivesca.
Todo lo que tiene que ver con la indagación me ha servido para encontrar un mundo misterioso. Ni yo mismo sé por qué sucede así realmente, pero siempre sucede así.
Es cierto que usted posee un gusto por el cine y la literatura, pero, ¿se trata de un gusto equilibrado o hay una inclinación?
Escribo, no hago cine, me hubiera gustado hacerlo. En aquella época, alguna vez, pretendí estudiar cine, pero rápidamente me di cuenta de que era imposible. Aquí no había escuelas de cine, me habría tocado ir al exterior y no tenía suficiente plata, no había becas para eso.
Trabajé en el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora) y allí empecé a escribir en un periódico que trataba sobre temas campesinos. Me daban unos trabajos sobre los agrónomos y el cultivo de la ipecacuana en Manatí, después me tocaba leer todo eso y volverlo periodístico. Tenía que leer toda esa cosa llena de gráficos y de palabras muy técnicas. Así fue como empecé a escribir, a hacer periodismo. Más adelante, cuando estuve haciendo un suplemento literario en Barranquilla, de 1973 a 1979, empecé a escribir cuentos y me di cuenta de que había hallado mi camino.
¿Qué significó ser parte del “Diario del Caribe”? ¿En su columna “Toque de conticinio” sentía esa misma libertad con la que concibe sus relatos literarios y libros?
La columna fue muy libre, no tuve ninguna censura. La verdad es que no escribo sobre la política, el deporte o sobre cosas cívicas, escribo sobre temáticas culturales, donde hay menos tropiezos en materia de las opiniones (aunque en el Diario del Caribe de vez en cuando había ciertos desacuerdos).
En mis libros es donde tengo plena libertad, puedo escribir lo que quiera, además no tengo que estar apegado a la historia ni a un hecho veraz; uno se inventa lo que uno quiera en la literatura. También he escrito