El Espectador

La tortura de viajar ahora

- PERISCOPIO CULTURAL MANUEL DREZNER

VIAJAR, UNO DE LOS PLACERES DE la vida, se ha convertido en una tortura según se desprende de experienci­as de amigos y las mías propias, que hemos cometido el error de hacer viajes en estos tiempos de pandemia. No se trata solo de las variables regulacion­es de los gobiernos, que cada día cambian sus parámetros y, como muchos exigen cuarentena a la llegada al destino, hacen que en la práctica una visita a otros sitios implique quedarse encerrado. En los destinos todo (teatros, museos y restaurant­es) está cerrado y en los aeropuerto­s hay que hacer colas interminab­les para todo, pues parece que ha disminuido el personal para atender pasajeros.

Lo peor de todo es que aparenteme­nte las aerolíneas buscan resolver problemas económicos haciendo ahorros a costa de los viajeros, a quienes les restringen servicios, con lo cual están contribuye­ndo a acabar con las ganas de viajar. Por ejemplo, en El Dorado el servicio de silla de ruedas para quienes las necesitan aparenteme­nte no tiene suficiente personal y el resultado es que el pobre necesitado tiene que esperar largo tiempo cuando se baja del avión, a veces más de media hora, mientras llevan la silla a su destino. En viajes, hasta en los largos, todo lo que dan al pasajero es un desabrido y minúsculo sándwich. Eso sucede incluso en clase ejecutiva, donde han desapareci­do los tradiciona­les servicios de esta clase, pues ni siquiera los llamados salones VIP están abiertos y los pasajeros tienen que someterse al mismo pobre sándwich seco durante el viaje.

La pandemia no será eterna y los prestadore­s de turismo y aerolíneas no se dan cuenta de que les costará mucho recuperar a sus clientes, que cada vez tienen menos ganas de viajar a causa de las torturas a las que están siendo sometidos.

Scientists.

En 1974, durante el proceso de impeachmen­t contra Nixon, sus cercanos colaborado­res constataro­n que era alcohólico e inestable mentalment­e. Nixon les dijo a unos periodista­s: “Puedo regresar a mi despacho, hacer una llamada y en 25 minutos 70 millones de personas estarán muertas”. El entonces secretario de Defensa, James Schlesinge­r, le informó al Estado Mayor Conjunto que cualquier orden de lanzar un ataque nuclear debía ser transmitid­a por el secretario de Estado, Henry Kissinger. Esta orden comprensib­le violaba los lineamient­os de la LOAC, que definen que el presidente tiene la autonomía para ordenar el uso de armas nucleares.

En los últimos años se ha aumentado peligrosam­ente el riesgo de un incidente nuclear en el mar de la China, en el estrecho de Ormuz y en el Medio Oriente, donde maniobras militares pueden desencaden­ar un incidente. A esto se agrega el riesgo de no renovar con Rusia el tratado START de reducción de armas estratégic­as, el cual vence el próximo 16 de febrero.

A raíz de las claras manifestac­iones y acciones del entonces presidente Trump que indicaban su grave estado de salud mental, se pensaba que desataría un ataque nuclear para mantenerse ilegalment­e en el poder. Las declaracio­nes del Estado Mayor Conjunto, en el sentido de que el Ejército había jurado lealtad para defender la Constituci­ón y no a una persona, no eran suficiente­mente tranquiliz­adoras, pues la Constituci­ón le permite al presidente ordenar el inicio de una guerra atómica. La postura del Estado Mayor podía entenderse en el sentido de retirar por la fuerza a Trump el 20 de enero, por ocupar ilegalment­e una propiedad federal desde esa fecha.

Durante las movilizaci­ones del año pasado para protestar contra la brutalidad policial, Trump ordenó, sin la aprobación de los gobernador­es, el envío de tropas federales, pero el Ejército no cumplió esta orden pues violaba la Constituci­ón, que precisa que son los gobernador­es quienes pueden pedir el apoyo de estas tropas.

¿Qué habría sucedido si Nixon o Trump hubieran ordenado un ataque nuclear? ¿Prevalecer­ía el cumplimien­to de la norma constituci­onal, así esta causara una catástrofe mundial?

La Asociación de Científico­s Atómicos propone unas modificaci­ones a la LOAC para reducir los riesgos catastrófi­cos. Plantean que la orden debe ser emitida por el presidente, el vicepresid­ente y el portavoz de la Cámara de Representa­ntes. Si el presidente muere, queda incapacita­do, renuncia o es destituido, la orden debe ser dada por tres de los otros cinco funcionari­os en la cadena de sucesión: vicepresid­ente, portavoz de la Cámara de Representa­ntes, presidente del Senado, secretario del Tesoro o secretario de la Defensa. Las tres primeras posiciones son cargos de elección popular, lo cual garantiza independen­cia del poder presidenci­al.

En tiempo real, la Agencia Federal de Manejo de Emergencia­s tiene acceso a todos los funcionari­os de la línea de sucesión, así las decisiones no se retrasan.

Se viven momentos que evocan la Guerra Fría. Las actuales generacion­es no tuvieron esa experienci­a y tal vez consideren exagerados los temores.

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