La tortura de viajar ahora
VIAJAR, UNO DE LOS PLACERES DE la vida, se ha convertido en una tortura según se desprende de experiencias de amigos y las mías propias, que hemos cometido el error de hacer viajes en estos tiempos de pandemia. No se trata solo de las variables regulaciones de los gobiernos, que cada día cambian sus parámetros y, como muchos exigen cuarentena a la llegada al destino, hacen que en la práctica una visita a otros sitios implique quedarse encerrado. En los destinos todo (teatros, museos y restaurantes) está cerrado y en los aeropuertos hay que hacer colas interminables para todo, pues parece que ha disminuido el personal para atender pasajeros.
Lo peor de todo es que aparentemente las aerolíneas buscan resolver problemas económicos haciendo ahorros a costa de los viajeros, a quienes les restringen servicios, con lo cual están contribuyendo a acabar con las ganas de viajar. Por ejemplo, en El Dorado el servicio de silla de ruedas para quienes las necesitan aparentemente no tiene suficiente personal y el resultado es que el pobre necesitado tiene que esperar largo tiempo cuando se baja del avión, a veces más de media hora, mientras llevan la silla a su destino. En viajes, hasta en los largos, todo lo que dan al pasajero es un desabrido y minúsculo sándwich. Eso sucede incluso en clase ejecutiva, donde han desaparecido los tradicionales servicios de esta clase, pues ni siquiera los llamados salones VIP están abiertos y los pasajeros tienen que someterse al mismo pobre sándwich seco durante el viaje.
La pandemia no será eterna y los prestadores de turismo y aerolíneas no se dan cuenta de que les costará mucho recuperar a sus clientes, que cada vez tienen menos ganas de viajar a causa de las torturas a las que están siendo sometidos.
Scientists.
En 1974, durante el proceso de impeachment contra Nixon, sus cercanos colaboradores constataron que era alcohólico e inestable mentalmente. Nixon les dijo a unos periodistas: “Puedo regresar a mi despacho, hacer una llamada y en 25 minutos 70 millones de personas estarán muertas”. El entonces secretario de Defensa, James Schlesinger, le informó al Estado Mayor Conjunto que cualquier orden de lanzar un ataque nuclear debía ser transmitida por el secretario de Estado, Henry Kissinger. Esta orden comprensible violaba los lineamientos de la LOAC, que definen que el presidente tiene la autonomía para ordenar el uso de armas nucleares.
En los últimos años se ha aumentado peligrosamente el riesgo de un incidente nuclear en el mar de la China, en el estrecho de Ormuz y en el Medio Oriente, donde maniobras militares pueden desencadenar un incidente. A esto se agrega el riesgo de no renovar con Rusia el tratado START de reducción de armas estratégicas, el cual vence el próximo 16 de febrero.
A raíz de las claras manifestaciones y acciones del entonces presidente Trump que indicaban su grave estado de salud mental, se pensaba que desataría un ataque nuclear para mantenerse ilegalmente en el poder. Las declaraciones del Estado Mayor Conjunto, en el sentido de que el Ejército había jurado lealtad para defender la Constitución y no a una persona, no eran suficientemente tranquilizadoras, pues la Constitución le permite al presidente ordenar el inicio de una guerra atómica. La postura del Estado Mayor podía entenderse en el sentido de retirar por la fuerza a Trump el 20 de enero, por ocupar ilegalmente una propiedad federal desde esa fecha.
Durante las movilizaciones del año pasado para protestar contra la brutalidad policial, Trump ordenó, sin la aprobación de los gobernadores, el envío de tropas federales, pero el Ejército no cumplió esta orden pues violaba la Constitución, que precisa que son los gobernadores quienes pueden pedir el apoyo de estas tropas.
¿Qué habría sucedido si Nixon o Trump hubieran ordenado un ataque nuclear? ¿Prevalecería el cumplimiento de la norma constitucional, así esta causara una catástrofe mundial?
La Asociación de Científicos Atómicos propone unas modificaciones a la LOAC para reducir los riesgos catastróficos. Plantean que la orden debe ser emitida por el presidente, el vicepresidente y el portavoz de la Cámara de Representantes. Si el presidente muere, queda incapacitado, renuncia o es destituido, la orden debe ser dada por tres de los otros cinco funcionarios en la cadena de sucesión: vicepresidente, portavoz de la Cámara de Representantes, presidente del Senado, secretario del Tesoro o secretario de la Defensa. Las tres primeras posiciones son cargos de elección popular, lo cual garantiza independencia del poder presidencial.
En tiempo real, la Agencia Federal de Manejo de Emergencias tiene acceso a todos los funcionarios de la línea de sucesión, así las decisiones no se retrasan.
Se viven momentos que evocan la Guerra Fría. Las actuales generaciones no tuvieron esa experiencia y tal vez consideren exagerados los temores.