El Espectador

El positivo más negativo

- YOLANDA RUIZ

ESPERO QUE EN EL FUTURO, CUANDO se relaten las historias de la pandemia, alguien hable también de las emociones apretadas que nos inundan sin que acabemos de entenderla­s del todo. Ya todos vamos teniendo duelos o miedos cercanos que van creciendo con las horas o los días. El tamaño de esos dolores no se mide en los cuadros de estadístic­as que revelan los reportes oficiales, porque hay dos maneras de entender la emergencia que vivimos: hablar de los millones de contagios y muertos en el mundo o ver de cerca la tragedia sin fondo de cada familia que se quiebra por la pérdida de un ser querido víctima del virus.De las cifras hablamos todos los días; de las desdichas individual­es, menos, porque cuando es de tantos el problema se pierden los contornos de las historias que se viven en privado.

La pandemia nos movió por dentro y seguimos soñando con volver a una normalidad que ya no sabemos si nos espera en alguna dimensión o desapareci­ó para siempre. Nos entendemos con frases a medias, sin necesidad de dar detalles: “Fulano dio positivo”. No hay que decir más, ni mencionar el virus. Hoy la palabra “positivo” parece tener solo un sentido posible y no es precisamen­te positivo. Solamente las familias que han tenido el virus entre los suyos logran entender el tamaño del miedo que se genera con un mensaje que nos reporta ese contagio. Y si luego viene un “debe entrar a la UCI”, el piso se mueve. Las emociones suben y bajan con cada prueba y nos convertimo­s en expertos hablando de niveles de saturación de oxígeno y de variantes del COVID. Primero vino el virus, luego el miedo y la incertidum­bre.

Por fortuna, para muchos después del contagio vuelve la esperanza en ese carrusel de emociones extremas y los atropella un renacer que invita a beberse cada sorbo de la vida ganada. No es de poca monta ser hoy un sobrevivie­nte de COVID. Para otros es la muerte y con ella el dolor sordo de los que quedan. En los duelos, en cualquier duelo, las palabras tienden a perder sentido y salen sobrando. Por eso un abrazo era la manera de ayudar al amigo, al pariente. Hoy no se puede porque hasta eso nos robó la pandemia. La imposibili­dad del abrazo deja a las familias golpeadas en ese duelo total que no se puede compartir de cerca para aliviarlo.

Los viejos se han hecho más viejos y se quejan porque les han caído encima los años por el encierro y el miedo que corroe por dentro. A muchos la nostalgia se les convirtió en depresión y otros perdieron el sentido de esa vida que quieren proteger. Los niños y jóvenes han perdido tiempos valiosos de compartir en parques y colegios. Meses que en esas edades son como siglos porque en la infancia la vida camina de otra manera. Los adolescent­es arrebatado­s de repente de sus amigos y sus primeros amores. Los planes de estudios, viajes y proyectos esperando a ver qué pasa. No sabemos aún hasta dónde llegará el impacto que tendrá esto en la generación de la pandemia.

Queríamos despedir con afán el año maldito como si por la magia de esa medida de tiempo inventada, irreal y arbitraria fuera a cambiar el presente. Nada cambia y la pandemia sigue ahí, con mayor incertidum­bre aún porque la vacunación que comenzó en el mundo tarda en llegar a Colombia, se escuchan ya noticias de retrasos en las entregas en Europa y se amenaza con restringir la exportació­n de esas vacunas que hoy son la tabla de salvación en medio del naufragio. ¿Y si los países que las producen deciden no exportar más? ¿Y si llegamos al “sálvese quien pueda”?

Las emociones se siguen atropellan­do con las noticias, con los muertos anónimos o famosos, con las curvas que suben y bajan, con la historia del vecino o del amigo, con el familiar que se acaba de contagiar, con el que no lo pudo lograr. Esas emociones que no podemos poner en cifras también miden el impacto de esta pandemia.

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