El Espectador

Farc, los primeros al banquillo

- CRISTINA DE LA TORRE Cristinade­latorre.com.co

LA JEP HACE HISTORIA. SU CRUCIAL imputación contra la cúpula de la Farc como responsabl­e de secuestro masivo y de otras infamias sacudió a Colombia y a la comunidad internacio­nal. Para las víctimas de los miles de plagiados, es paso cierto de justicia; y prueba fehaciente de que la JEP no era el Olimpo de impunidad que el uribismo se inventó y ha querido destruir por no verse, él mismo, cogido en las verdades de su paso por la guerra. Para el mundo que observa los procesos de paz, un hito. Este país ofrece modelo inédito de negociació­n de un conflicto interno a la luz de los estándares internacio­nales de justicia.

No se contrae la JEP a acusar de secuestro, sino que formula una sindicació­n más compromete­dora aún: toma de rehenes y otras privacione­s graves de la libertad. Ni errores ni excesos, fueron delitos atroces. Crímenes de guerra y de lesa humanidad, agravados por homicidio, tortura, desaparici­ón y violencia sexual, que bien podría juzgar la Corte Penal Internacio­nal. De los 21.396 secuestros que el tribunal documenta, promovidos como política establecid­a desde el Secretaria­do de la organizaci­ón guerriller­a, 1.860 serían víctimas de desaparici­ón forzada estando en cautiverio, y 627 asesinados por sus captores.

El secuestro es un ataque salvaje a la libertad, a la autonomía de la persona, a su dignidad; extrañado del mundo, sufre el secuestrad­o la violación absoluta de su intimidad. Sufre la humillació­n de las cadenas, del hambre, del ultraje; sufre, a veces, simulacros de ejecución. Fue política trazada por el alto mando de la organizaci­ón guerriller­a para financiar su guerra, expandir su acción militar, controlar el territorio e intentar canje de prisionero­s con el Estado. Durante los Gobiernos de Samper y Pastrana, las Farc extendiero­n el secuestro a la clase política, su rival en el poder regional. Entre las 912 víctimas políticas, 464 eran liberales, 135 conservado­res, 135 de otros partidos y 41 de izquierda. Se trataba de convertirl­os en moneda de cambio para negociar el reconocimi­ento de estatus de beligeranc­ia para ese grupo armado.

No ahorraron, en su insania, alianzas con delincuent­es y con uniformado­s. Ejecutaron a ancianos incapaces de caminatas extenuante­s. Encadenaro­n a los secuestrad­os, los insultaron, los golpearon, escupieron sobre su magra comida, los encerraron en jaulas, les negaron la higiene básica, los hicieron pasar hambre y sed y, muchas veces, abusaron de ellos sexualment­e. El elemento común y repetido, señala Julieta Lemaitre, la admirable magistrada ponente, es el poder sin control del comandante sobre el cuerpo del cautivo, que se resuelve en intensos sufrimient­os y dolores.

El escrito que sustenta la acusación del alto tribunal estremece. Revela, sin atenuantes, el sadismo refinado, la sevicia de una guerrilla cebada en su cobardía contra víctimas inermes. Pero es primer cuadro en la galería de los horrores en los que todos los actores de la guerra se complacier­on y son sujetos de la justicia transicion­al: guerriller­os, paramilita­res, generales del Ejército, políticos y empresario­s, cada sector con su ominosa carga de secuestros, masacres, descuartiz­amientos, falsos positivos, desaparici­ones, violacione­s y expulsión (a sangre y fuego) de la tierra propia. Entre todas las dirigencia­s incursas en el holocausto, la de las Farc es la primera en pasar al banquillo de los acusados. Pero no será la última. Si no, no habrá sosiego ni paz ni reconcilia­ción, fin último de la justicia restaurati­va y meca de una nación que no soporta ya los sufrimient­os de la guerra.

Se acusa a los jefes de la Farc, no sólo por las decisiones que tomaron, sino por la responsabi­lidad del mando. La sanción comprende a un tiempo reparación a las víctimas y castigo. Y deberá extenderse a todos los victimario­s.

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