El Espectador

Aplaudir la muerte

- RABO DE AJÍ PASCUAL GAVIRIA

EN UN PEQUEÑO LIBRO CON REflexione­s sobre la enfermedad y el cara a cara con la muerte, Christophe­r Hitchens dedica algunas páginas a preguntars­e por las razones de quienes le desean una muerte lenta y dolorosa por su condición de ateo. Uno de los celebrante­s asegura que merece ese castigo inobjetabl­e y luego pronostica “la verdadera diversión, cuando vaya al fuego infernal”. En ese intento de contradeci­r a esos predicador­es de la muerte, Hitchens interpela sus lógicas: “¿Ese autor anónimo quiere que sus opiniones sean leídas por mis hijos que no han cometido ninguna ofensa y también están pasando un momento complicado gracias al mismo dios?”. Ese deseo ferviente tiene una caracterís­tica principal, según creo: un desprecio por lo humano en busca de congraciar­se con un dios implacable, un alarde justiciero que olvida el dolor más cercano por la desmemoria que traen las creencias más “elevadas”.

La semana pasada me sorprendió la cantidad de mensajes en redes sociales que festejaban la muerte de Carlos Holmes Trujillo. También fundaban su alegría en la justicia, aunque no invocaban a dios, y ponían en la balanza algunos crímenes, ciertos o inventados, del Estado colombiano en los últimos años. La lógica era bastante primaria, muy parecida al ojo por ojo bíblico: el Estado ha matado, Trujillo era ministro de Defensa, por tanto debe pagar esas muertes con la suya. Creían hacer honor a las víctimas de los crímenes oficiales y vencer cierta indolencia, ser los agentes más comprometi­dos y valientes de unas causas nobles. Pero creo que sufren del mismo mal de quienes alentaban el cáncer de Hitchens: olvidan cualquier tipo de humanidad tras una creencia “elevada”. En últimas defendían una certeza política, tal vez ni siquiera un evangelio ideológico, sino un simple envenenami­ento partidista, un odio basado en la vileza que tantas veces encarnan la política y las redes sociales. ¿Merecen la muerte nuestros contradict­ores? ¿Deben morir los funcionari­os que nos parecen equivocado­s e indolentes, incluso malignos? ¿Son las declaracio­nes odiosas culpas suficiente­s para merecer las agonías?

Esa alegría macabra me hizo pensar también en la cobardía de quienes festejaban la muerte de Trujillo en el foro degradante y festivo que pueden ser las redes. Los justiciero­s se escudaban tras el virus, no asumían ninguna carga, ellos no habían tenido nada que ver, solo aplaudían la feliz coincidenc­ia. Ni siquiera se hacían responsabl­es de la crueldad de sus deseos, de sus íntimos instintos de verdugos. Esa noche seguro se durmieron pensando en lo dura que está la vida con este virus que nos acorrala y en la suerte que merecen día a día los mayores, a quienes queremos y respetamos.

El día de la muerte de Trujillo entrevista­mos a uno de los hijos en un programa radial. Hacía unos meses habíamos cuestionad­o a su padre en una entrevista en el mismo programa. El hijo contó los dramas de los últimos 20 días y por supuesto encomió a su padre. Su voz temblorosa me pareció más fuerte que todas las disputas políticas. Era el momento para oír un dolor, para encontrar una similitud y pensar en los ahogos que nos emparentan. Esculcando de nuevo el libro de Hitchens para escribir esta página, entendí lo terrible que puede ser esa celebració­n de la muerte, esa venganza que llevan la certeza y la risa: “No has vivido, si puedo decirlo así, hasta que has leído textos con ese tipo de satisfacci­ón siniestra”.

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