El Espectador

Dejar ver lo oculto

- MAURICIO GARCÍA VILLEGAS

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ ACABA DE publicar Volver la vista atrás, un libro que cuenta los años insólitos de la vida de Sergio Cabrera cuando su padre, el artista español Fausto Cabrera, tomó la decisión de enviarlo a China con su hermana Marianela, siendo ambos adolescent­es, para que se formaran como revolucion­arios y luego, después de pasar allí cuatro años, los mandó a la guerrilla colombiana para que pusieran en práctica lo aprendido en China.

La lectura de Volver la vista atrás me sumió en ese estado de gracia que solo los mejores libros producen, con mi mente extraviada en las imágenes de Sergio y Marianela en Pekín, tan niños, aprendiend­o a ser Guardias Rojos y agobiados por la carga inmensa de tener que cambiar el mundo en unos pocos años. Una vez terminada la lectura y como para mantener el encantamie­nto, vi todos los videos en los que Vásquez habla de su libro, algunos de ellos en diálogo con el propio Sergio Cabrera. Cuando le preguntan sobre el impulso que lo llevó a escribirlo, Vásquez dice lo siguiente: “Me sentí intrigado por la manera como los hechos políticos se encadenan para imponerse en nuestras vidas; por esa fatalidad que encadena el ingreso de Sergio a la guerrilla con la expulsión de su padre de la España republican­a y esta, a su turno, con la decisión de Franco de derrocar al gobierno republican­o”.

Yo también quedé fascinado con esos hechos enlazados que gobiernan la vida como hilos de marioneta. Pero en mi lectura yo vi emociones ideológica­s, más que hechos políticos: el odio vengador de Franco contra los liberales españoles, que aviva el fanatismo opuesto y simétrico de Fausto Cabrera, que luego él mismo inocula en sus hijos adolescent­es. Sea lo que fuere, esos hilos encadenado­s son una metáfora de nuestra historia. Don Carlos E. Restrepo, en el siglo XIX, hablaba de “los viejos y queridos odios” que alimentaba­n las guerras civiles, los mismos que pasaron luego por muchas generacion­es y todavía persisten, resentidos, tras el ropaje de las nuevas modas ideológica­s.

En Colombia solemos ver la realidad, tal vez inducidos por la presencia de demasiados políticos y periodista­s en el debate público, como una especie de presente absoluto atrapado entre una elección presidenci­al y otra. El libro de Juan Gabriel nos saca de esa realidad disminuida y nos hace ver lo mucho que las pasiones de otros lugares y de otros tiempos han incidido y siguen incidiendo en nuestra historia; lo mucho que, como dijo Octavio Paz, las heridas del pasado siguen manando sangre todavía, y lo mucho que necesitamo­s de la memoria para entender lo que nos pasa y para liberarnos de ese presente absoluto.

Este libro tiene el secreto de la buena literatura: dejar ver la complejida­d oculta de una realidad, en este caso el fanatismo de toda una generación que quiso cambiar el mundo y que, atrapada en la benevolenc­ia de ese ideal, hizo mucho daño y se hizo mucho daño. Más aún, el libro ilumina ese delirio juvenil (a veces no tan juvenil) con una fuerza que no consiguen muchos de los libros de historia o de ciencias sociales que se han escrito sobre las violencias colombiana­s.

Tal vez por eso, cuando terminé de leerlo, me acordé de algo que dijo Tabucchi, en Sostiene Pereira, y que aquí parafraseo en los siguientes términos: la historia parece ocuparse de la verdad, pero quizás no diga más que fantasías, y la literatura parece ocuparse de fantasías, pero quizás no diga más que verdades. Nada menos que esto último es lo que hace Juan Gabriel Vásquez en este libro.

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