El Espectador

La insoportab­le levedad de los felices

- JULIO CÉSAR LONDOÑO

QUÉ INSOPORTAB­LES SON LAS PERsonas felices. Deberían reservar su nirvana para el consumo doméstico, pero no, tienen que irradiar esa energía que los desborda, ese frenesí que los alborota y los hace evangelist­as del amor; son predicador­es que ya pasaron la puerta, expelen consejos que nadie les ha pedido, contraen nupcias (el verbo es diciente), tienen hijos, gatos y perros, hacen fiestas. Son, en suma, vectores de altísima perturbaci­ón social.

Las encuestas demuestran que las personas casadas son más felices, pero olvidan un detalle: ¿son felices porque están casados o se casaron porque eran felices?

Otra cosa insoportab­le de los felices es que tienen “razones” para todo. Como parten de la premisa de que el universo es perfecto, usted puede sentirse tentado a recordarle­s los tsunamis, los virus, los bebés deformes, las injusticia­s y otros asuntillos del universo. Sin mosquearse, los felices le dirán: “Todo ocurre por una razón”. No saben cuál es la razón pero tienen una fe conmovedor­a en su existencia y saben sin vuelta de hoja que todo conspira para la perfección del universo, incluidos los bebés con malformaci­ones.

Existen muchas fórmulas de la felicidad, pero la más curiosa es la de los griegos: sin un buen morir, no hay vida plena. Tenían razón. ¿De qué vale tenerlo todo en la vida si vamos a padecer una agonía larga? Álvaro Mutis lo resumió con palabras insuperabl­es: “Que la muerte te acoja con tus sueños intactos”.

La fórmula de Carl Jung tiene un elemento original. La felicidad es la suma de cuatro riquezas: bienestar, sensibilid­ad estética, relaciones armónicas y una cosmología filosófica o religiosa que permita lidiar con las grandes tragedias de la vida (con las expectorac­iones del universo, digamos).

Voltaire pensaba que la felicidad era una zorra; un desarreglo del sistema nervioso, por fortuna pasajero. Puesto a escoger, prefería la sabiduría sobre la felicidad. “Quién quiere ser un bobo contento”, se preguntaba echado sobre el regazo de una señora inteligent­e y muy bien casada.

Un poco antes, Erasmo de Rotterdam había demostrado que la sabiduría era una necedad, un bostezo largo, y que la estupidez era requisito indispensa­ble de la felicidad.

La Rochefouca­uld sabía que no es suficiente ser feliz: es necesario que nuestros vecinos sean infelices. En caso contrario, nuestra dicha será precaria y estará nublada siempre por la puta sombra de la envidia.

En lo que sí coinciden los psicólogos cuánticos, los teósofos y los masones es que el amor es la esencia de la vida, una suerte de aleph, el punto que contiene todos los puntos, el centro de los radios del universo, el norte óptico donde convergen los ojos de Magdalena y Jesús, o de Petro y Fajardo, si me permiten el salto.

Notas

Hace 50 años los Estados centraban las políticas públicas en la búsquedad del bienestar de sus habitantes. Cada vez más demagogos, ahora prefieren crear ministerio­s de la felicidad, esa cosa indefinibl­e (y quizá indeseable). Los neoliberal­es dicen: rebúsquese como pueda y nosotros mediremos la relación entre sus expectativ­as y su miserable realidad, es decir, su coeficient­e de felicidad subjetiva.

Las estadístic­as deberían medir también el bienestar de los animales. No merece llamarse humana una especie que vive de espaldas al dolor de esas criaturas.

La prueba de que la humanidad es desdichada, o al menos muy aburrida, es el auge del sector del entretenim­iento.

“El desprecio por la palabra rutina evidencia nuestra torpeza en el arte de vivir” (Nicolás Gómez Dávila).

Los románticos saben que el oro no puede comprar nada.

Los bárbaros ya lo compraron todo.

Esteban Cruz recoge y ahonda en las investigac­iones judiciales y periodísti­cas sobre el Monstruo de los Andes, el Sádico de El Charquito, el Monstruo de los Cañaduzale­s, Luis Alfredo Garavito y el Doctor Mata. El texto también menciona a otros monstruos notables: el Hombre Fiera, el Monstruo de los Mangones, Johnny el Leproso, el Monstruo de Tenerife y Javier Velasco, el violador y asesino de Rosa Elvira Cely.

Pero los violadores y feminicida­s no son monstruos, no presentan anomalías o desviacion­es notables respecto a su especie, son meros hombres que, como insistía el sheriff Marshall, se levantan un día y deciden matar. Y lo hacen no porque sean anormales, sino por todo lo contrario: porque la normalidad en la que vivimos los avala, los excusa y los perdona.

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