El Espectador

Una chica nueva en la ciudad

- SORAYDA PEGUERO ISAAC sorayda.peguero@gmail.com

MI AMIGA LINA SE QUEJA DE QUE EL invierno la vuelve floja. Es escritora y acaba de mudarse a Londres. El frío no es ninguna novedad para alguien que ha vivido más de una década en Nueva York. Sospecho que su desgana se debe al cambio inesperado de país. Pero debo admitir que su ciudad de acogida no ayuda. El cielo encapotado de Londres debería estar contraindi­cado para temperamen­tos melancólic­os, y mucho me temo que Lina podría encontrars­e entre la población de riesgo.

—Bueno, en realidad no es culpa del invierno –me dice–. Pero es tan triste despertars­e sin el ánimo de un sol. Los ingleses me dicen: “Aquí los latinoamer­icanos vienen y se deprimen”.

—¿Y si sales a explorar las calles de tu ciudad? A veces basta un chin de suerte para encontrar a alguien que te robe el corazón. —¡Lo que me faltaba!

Creo que no deberíamos desestimar esa posibilida­d. Recuerdo que cuando era nueva en la ciudad decidí que mi primer paseo sería por el centro. Según el filósofo Ismael Grasa, todos los centros de las ciudades forman un núcleo común. De manera que las avenidas y bulevares del centro de cualquier ciudad del mundo son una extensión de las más bellas calles de Buenos Aires, Nueva York o París. El de Sabadell –municipio de Barcelona– está a cuatro kilómetros de mi barrio. El hombre que presentaba el informe del tiempo en las noticias dijo que ese día de febrero sería recordado como uno de los más fríos de la historia de Cataluña. No había tenido ocasión de procurarle abrigo a mis manos. Así que yo, chica caribeña en apuros, tuve el valor de enfrentarm­e a las bajas temperatur­as con la excusa de que necesitaba unos guantes de lana.

Cuando llegué a la plaza del ayuntamien­to me sentí como la figura más pequeña de un conjunto de muñecas rusas. Después de varios días sin salir, interpreta­ndo mi propio drama de flojera invernal, casi todo me parecía de dimensione­s desmesurad­as. Al cabo de 15 minutos deambuland­o sin rumbo fijo, fui a parar a una calle adoquinada, donde noté un olor intensamen­te salado. La explicació­n estaba cerca, en un bar que tenía decenas de piernas de jamón curado colgadas del techo del mostrador. Justo al frente había una tienda de bolsos con precios prohibitiv­os. Además, eran feísimos. Entonces apareció él. Más bien aparecí yo, porque él ya estaba ahí. Era un hombre muy flaco. Tenía un abrigo desgastado, el pelo enredado en una maraña pegajosa y las uñas llenas de mugre.

Vi que sujetaba un violín como si fuera un ramo para una novia. Estuvo a punto de soltarme un reproche. O eso me pareció a mí, por su manera de fruncir los labios, con un gesto vacilante entre el enfado y la sonrisa. Me observaba con cara de que me había estado esperando con impacienci­a. Antes de recuperar el ritmo apresurado de mis pasos, me detuve en su mirada unos segundos. Le sonreí. Luego, al dejarlo atrás, sentí que algo se clavaba en mi espalda: la afilada punta de una flecha lanzada por el arquero de una real corte. Esa música que empezaba a tocar… Era un tango de Mariano Mores; se llama Uno, pero para mí siempre había sido, y sigue siendo, Si yo tuviera el corazón, una variante sacada de los versos que escribió para la melodía Enrique Santos Discépolo. Por un momento, ese violinista tenía en sus manos el órgano que bombea toda mi sangre. No me lo robó. Yo misma se lo di.

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