Del Titanic y otros naufragios
CUALQUIERA QUE HAYA JUGADO CON las cifras del Titanic habrá encontrado que la desigualdad jugó un gran papel en determinar quién vivía o no. Si viajabas en tercera, tus probabilidades de contar el cuento eran bajas. La mayoría de los hombres pobres (por una vez en la vida, a las mujeres les fue mejor) terminaron en el fondo del océano.
En Colombia sucede algo parecido, sólo que en una versión más radical: por encima de cualquier noción mínima de decencia o reato moral, hay víctimas que no solamente no merecen ser nombradas, sino cuya mera mención se toma como un insulto. Eso sucede con los miles de colombianos asesinados y rotos en pedazos por nuestras agencias de seguridad del Estado para exhibirlos como bajas en combate, un aterrador episodio que se conoce bajo el nombre de “falsos positivos”.
La semana pasada, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) visibilizó esta historia de horror y la priorizó. Quién dijo Troya. El Centro Democrático se sintió obligado a atacar a los “odiadores”: es decir, a las organizaciones que han venido defendiendo a los familiares de las víctimas y denunciando los hechos. Uribe castigó a un prominente defensor de derechos humanos con el epíteto de amigo de las Farc. No hablemos ya de las estridencias del ministro de Defensa o del comandante del Ejército. Y nuestro presidente, el personaje que tomó el juramento de defender la vida de todos los colombianos, ha guardado sepulcral silencio. ¿Por qué tiene tiempo y ánimo para minar a la JEP, pero no para proteger a los colombianos?
Se oyen hipótesis. Pero, por desgracia, no puedo decir que la incapacidad de alinearse con las víctimas y contra los perpetradores, aun con respecto de los peores crímenes, sea monopolio de una familia política. Está entronizada en nuestra vida pública. La excepcionalidad del uribismo aquí consiste en expresar con claridad, y con total indiferencia respecto a la vida de “las categorías peligrosas” de la población, algo que ya estaba allí.
Sólo como recordatorio, esbozo la secuencia de hechos que nos condujo adonde estamos. Las ejecuciones extrajudiciales por agencias de seguridad del Estado vienen de tiempo atrás. Bajo Uribe y con la directiva de Camilo Ospina, se creó el diseño institucional perfecto para que el fenómeno se escalara. Líderes del Ejército hablaron pública y privadamente de la necesidad de producir bajas. Este fordismo homicida fue protegido por Uribe —en un discurso cuyo correlato era la estigmatización de las víctimas: “No estarían recogiendo café”— mientras pudo.
Mientras tanto, los familiares y deudos de los asesinados se estaban organizando. También estaban recibiendo apoyo de defensores de los derechos humanos. Igualmente, algunas voces desde el Ejército y la Policía —en su abrumadora mayoría, personas que amaban y aún aman su respectiva institución— decidieron ayudar a desenterrar los hechos. Recibieron estigmatización, ataques, burlas, ostracismo. Buena parte de aquellos valientes uniformados fueron acosados sin pausa. Creo que no ha habido presidente, o alto funcionario, que haya aceptado reunirse con las Madres de Soacha. El general Zapateiro, comandante del Ejército, tuvo espacio para expresar sus condolencias a nombre de su institución por la muerte del sicario de Pablo Escobar, pero sobre esto sólo tiene o silencio híspido o quizás insultos.
Mensaje a embajadores amigos de los derechos humanos y la paz: ya que a las autoridades colombianas no les llama la atención, ¿por qué no se reúnen ellos con las Madres para visibilizar así sus tribulaciones?
El alineamiento del Estado y de múltiples actores frente a estos hechos de vesania inverosímil es público; no veo que dé lugar a ambigüedades. Si esto no es un terrible, un grotesco naufragio político y moral, díganme entonces qué lo es.