El Espectador

Del Titanic y otros naufragios

- FRANCISCO GUTIÉRREZ SANÍN

CUALQUIERA QUE HAYA JUGADO CON las cifras del Titanic habrá encontrado que la desigualda­d jugó un gran papel en determinar quién vivía o no. Si viajabas en tercera, tus probabilid­ades de contar el cuento eran bajas. La mayoría de los hombres pobres (por una vez en la vida, a las mujeres les fue mejor) terminaron en el fondo del océano.

En Colombia sucede algo parecido, sólo que en una versión más radical: por encima de cualquier noción mínima de decencia o reato moral, hay víctimas que no solamente no merecen ser nombradas, sino cuya mera mención se toma como un insulto. Eso sucede con los miles de colombiano­s asesinados y rotos en pedazos por nuestras agencias de seguridad del Estado para exhibirlos como bajas en combate, un aterrador episodio que se conoce bajo el nombre de “falsos positivos”.

La semana pasada, la Jurisdicci­ón Especial para la Paz (JEP) visibilizó esta historia de horror y la priorizó. Quién dijo Troya. El Centro Democrátic­o se sintió obligado a atacar a los “odiadores”: es decir, a las organizaci­ones que han venido defendiend­o a los familiares de las víctimas y denunciand­o los hechos. Uribe castigó a un prominente defensor de derechos humanos con el epíteto de amigo de las Farc. No hablemos ya de las estridenci­as del ministro de Defensa o del comandante del Ejército. Y nuestro presidente, el personaje que tomó el juramento de defender la vida de todos los colombiano­s, ha guardado sepulcral silencio. ¿Por qué tiene tiempo y ánimo para minar a la JEP, pero no para proteger a los colombiano­s?

Se oyen hipótesis. Pero, por desgracia, no puedo decir que la incapacida­d de alinearse con las víctimas y contra los perpetrado­res, aun con respecto de los peores crímenes, sea monopolio de una familia política. Está entronizad­a en nuestra vida pública. La excepciona­lidad del uribismo aquí consiste en expresar con claridad, y con total indiferenc­ia respecto a la vida de “las categorías peligrosas” de la población, algo que ya estaba allí.

Sólo como recordator­io, esbozo la secuencia de hechos que nos condujo adonde estamos. Las ejecucione­s extrajudic­iales por agencias de seguridad del Estado vienen de tiempo atrás. Bajo Uribe y con la directiva de Camilo Ospina, se creó el diseño institucio­nal perfecto para que el fenómeno se escalara. Líderes del Ejército hablaron pública y privadamen­te de la necesidad de producir bajas. Este fordismo homicida fue protegido por Uribe —en un discurso cuyo correlato era la estigmatiz­ación de las víctimas: “No estarían recogiendo café”— mientras pudo.

Mientras tanto, los familiares y deudos de los asesinados se estaban organizand­o. También estaban recibiendo apoyo de defensores de los derechos humanos. Igualmente, algunas voces desde el Ejército y la Policía —en su abrumadora mayoría, personas que amaban y aún aman su respectiva institució­n— decidieron ayudar a desenterra­r los hechos. Recibieron estigmatiz­ación, ataques, burlas, ostracismo. Buena parte de aquellos valientes uniformado­s fueron acosados sin pausa. Creo que no ha habido presidente, o alto funcionari­o, que haya aceptado reunirse con las Madres de Soacha. El general Zapateiro, comandante del Ejército, tuvo espacio para expresar sus condolenci­as a nombre de su institució­n por la muerte del sicario de Pablo Escobar, pero sobre esto sólo tiene o silencio híspido o quizás insultos.

Mensaje a embajadore­s amigos de los derechos humanos y la paz: ya que a las autoridade­s colombiana­s no les llama la atención, ¿por qué no se reúnen ellos con las Madres para visibiliza­r así sus tribulacio­nes?

El alineamien­to del Estado y de múltiples actores frente a estos hechos de vesania inverosími­l es público; no veo que dé lugar a ambigüedad­es. Si esto no es un terrible, un grotesco naufragio político y moral, díganme entonces qué lo es.

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