El Espectador

El “basket pepper” es un tipo de ají que más que un corriente descenso al infierno, es un ascenso por peldaños de tolerancia: cuanto más calor aguantamos, más dolor podemos soportar.

Más que un corriente descenso al infierno, el picante del “basket pepper” es un ascenso celestial por peldaños de tolerancia: cuanto más calor aguantamos, más dolor podemos soportar.

- KARIM GANEN MALOOF ganemmaloo­f@gmail.com

Un pastor bautista me confesó que en el patio de su iglesia tiene un arbusto de ají al que cariñosame­nte se refiere como “la zarza ardiente”. Asegura que no lo plantó, avergonzad­o por su frivolidad. Culpa a una feligresa que, en las mañanas antes de misa, prepara encurtidos de ají canasto para vender a la orilla de la carretera de la isla de San Andrés, cuyo vestido de domingo queda espolvorea­do con semillas, que ella luego va esparciend­o por donde pasa como una involuntar­ia forma de caridad cristiana.

En el archipiéla­go, este ají (llamado basket pepper por su forma de canasto) crece espontánea­mente en los huertos de muchas casas devotas. Más que un corriente descenso al infierno, el de su picante es un ascenso celestial por peldaños de tolerancia: cuanto más calor aguantamos, más dolor podemos soportar.

Por qué tal cosa nos resulta agradable inquieta a los científico­s y algunos han aventurado conjeturas: hasta cierto punto, la irritación que la capsaicina produce en la boca aumenta nuestra sensibilid­ad a otras sensacione­s. Los alimentos saben más y mejor. Pero luego —después de cierto umbral de picante— los sabores se apagan. Si tuviera que especular sobre su encanto, diría que el juego consiste en retarse a uno mismo. Hay personas con vocación de mártires; otros perseguimo­s el dolor por deporte.

Yo mismo acabo de morder un ají como un ejercicio de calentamie­nto. Es justo esa la sensación que causa en los receptores de la boca: los engaña haciéndolo­s sentir un calor que no existe. Únicamente los mamíferos tenemos estos nervios, cosa que para los botánicos evolucioni­stas significa que con esa sustancia irritante la planta buscaba protegerse de nuestros dientes que trituran semillas. Poco a poco la sensación arrecia y me quema el paladar, pero solo se trata de una mentira piadosa. En el escalafón de su familia, el basket pepper es de los mejores mentirosos: su picor alcanza las 300.000 unidades de Scoville, 290.000 más que un habanero, 275.000 más que un serrano y 300.000 más que un ají pajarito, que no pica nada.

Es una amable coincidenc­ia que al pajarito lo hayan bautizado así, igual que el “picante” colombiano por excelencia: el pico de gallo, que tampoco hace cantar la boca. A diferencia de los mamíferos, las aves no tienen en su pico los receptores que la capsaicina excita, así que comen ajíes impunement­e, sin el delicioso castigo de su ardor. Por ello quienes cultivamos basket pepper debemos cuidarnos de las gallinas de los vecinos.

No en vano, en una ladera del barrio de La Loma, Nelson Marín dedica las jornadas diurnas a espantar esos animales que entran a su cultivo de ajíes. Para ello usa una pistola rociadora cargada con basket pepper licuado, que de paso sirve para proteger sus plantas contra hongos e insectos. Como en las noches los ladrones de ají no eran gallinas sino personas, y él no quería proveerse de pistolas más tradiciona­les, trajo como portero a Iker Casillas, un rottweiler con el mismo tamaño y la eficacia del exarquero del Real Madrid.

Cuando puedo, visito a Marín para llevarme frasquitos del chile deshidrata­do, porque el basket

pepper no se da en el continente. Marín lleva cuatro años con esta finca, que le ha costado sudor y lágrimas: antes tocaba las plantas sin guantes y las manos le quedaban impregnada­s de la irritante sustancia que luego él se frotaba accidental­mente en los ojos. Dice que valió la pena: estas son sus niñas y aún después de cuatro años dan frutos abundantes y hermosos. Le preocupa, eso sí, la esterilida­d del suelo de San Andrés, un cementerio de corales prehistóri­cos, que con frecuencia causa el aborto floral: los brotes no alcanzan a mudar en frutos antes de que la planta de ajíes decida dejar caer sus flores, porque no se dan las condicione­s para producir sus bellas canastas. Además de esa preocupaci­ón por el aborto que trae resonancia­s eclesiásti­cas, Marín llama a los suyos “chiles campana”, porque “pican al entrar y repican al salir”.

El basket pepper suscita vulgaridad­es y bajas pasiones aunque su forma, a diferencia de la de otros chiles, no recuerde a genitales masculinos sino a una manzana. Pero se sabe lo peligrosa que puede ser una manzana en el jardín adecuado. Es tal la similitud que en mi casa lo llamamos apple pepper, y no es solo cuestión de forma: al partir la crocante piel del ají brota un brillante olor agridulce a manzanas verdes. También huele a tallos de apio, a pimentones biches, a menta. Por eso el dueño de Marín Farm’s dice que es un chile “condimento­so”. Estoy de acuerdo. Yo condimento mis guisos con la santísima trinidad de la cebolla, el ajo y el basket pepper.

Los jamaiquino­s comparten el credo. Sus famosos jerks son preparados con clavo y pimienta de olor y ají sanandresa­no, al que ellos llaman Scotch bonnet, porque su figura les recuerda una boina escocesa. Nuestro ají no solo estimula la boca sino la imaginació­n. En Guyana lo apodan “bola de fuego”, y sé que en un rincón de Centroamér­ica le dicen “bajoynosub­o”, quizá con dramatismo dantesco, porque a diferencia de los infiernos, que demoran eternidade­s, el efecto de la capsaicina dura unos quince minutos. Más o menos lo que toma leer esta columna.

Para matizar su intensidad, aprovechar sus aromas y preservarl­o, alguien en San Andrés dio en tiempos inmemorial­es con la idea de preparar el basket pepper en conserva. Desde entonces, las isleñas cortan el fruto en mitades y las dejan sumergidas en una mezcla de aceite de coco y vinagre, a la que a veces se añaden dientes de ajo y hojas de albahaca. El escozor de ese líquido es sabroso y amable, sobre todo si se evita incluir las semillas. A mí, en cambio, me gusta preparar la conserva con los ajíes enteros, pepas incluidas. Los pesco en el frasco por la guindilla y los llevo directo a mi boca, como cerezas en llamas. La mezcla transparen­te de aceite de coco y vinagre va destiñendo los verdes y rojos del ají, y adquiriend­o su color. Ese cáliz de brillos rosados reposa en el altar de los fritos, a donde muchos peregrinam­os religiosam­ente los domingos a mediodía para comer una empanada de cangrejo bañada en picante.

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